C. M. MAYO
Odisea metafísica hacia la Revolución Mexicana,
El libro secreto de Francisco I. Madero, Manual espírita

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Extracto del capítulo 2:
El largo, laberíntico y sembrado
de libros camino a Australia
Doña Sara
. . . . Muy lentamente, en visitas espaciadas a través de varios meses, peiné la biblioteca de Madero. En los días en que no iba, tratando de hallarle el sentido a lo que había encontrado, fui a caer en muchos hoyos de conejo, unos vacíos excepto por uno o dos escarabajos muertos, otros con cortinas de terciopelo y nubes de humo de incienso como para tener un ataque de tos. Ya había visto buena parte de su biblioteca cuando la archivista me trajo un volumen encuadernado en piel negra, con sus iniciales, F.I.M., grabadas en oro en la esquina inferior derecha. Era el Manual espírita de "Bhîma", el mismo que había visto hacía tanto tiempo en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, sólo que aquél tenía una encuadernación barata en papel. Así que tomé en mis manos este finísimo libro de cien años de edad con su monograma grabado, el objeto de todos estos años de lectura, investigación y reflexión. Lo abrí lentamente. La segunda y la tercera de forros se hallaban cubiertas con un papel que tenía un diseño de hojas verde musgo al estilo de William Morris. Estaba dedicado a Sara Pérez de Madero.

Esa misma tarde, en el archivo, me topé con Médiumnité guerrissante par l'application des fluides électrique, magnétique et humain (Mediumnidad curativa por la aplicación de fluidos eléctricos, magnéticos y humanos). Hojeándolo me encontré, bien metido entre las páginas, un rotulado en máquina de escribir: "Doña Sara Pérez de Madero, Zacatecas 90, México, D.F." En el sello de la oficina de correos se leía "4 JUN 16". Era del 4 de junio de 1916: poco más de tres años después de que quedara viuda. Para ese entonces ya había regresado a México de su exilio en Nueva York y Nueva Jersey, a esta casa del barrio porfiriano que se construyera sobre las chinampas de los aztecas y los terrenos del circo decimonónico.

No tenía hijos. Vivía sola.

Y ahora, en el verano de 1916, la viuda del héroe es un mero testigo ocular: la mandíbula de la Revolución sigue moliendo. El general Victoriano Huerta, el traidor, ha caído, muerto de cirrosis y enterrado en El Paso, Texas. El embajador norteamericano Henry Lane Wilson —a quien Huerta preguntara si debía mandar a Madero fuera del país o al manicomio, a lo cual contestó, después de toda su indignante intromisión y de que las tropas del usurpador torturaran y asesinaran al hermano de Madero, Gustavo, que Huerta podía hacer lo que considerara correcto y mejor para México —había recibido órdenes de volver a Estados Unidos, deshonrosamente. La marina norteamericana ha concluido su ocupación del puerto de Veracruz, y ahora las tropas del general "Black Jack" Pershing —incluyendo al viejo amigo de mi padre, Ralph Smith— están persiguiendo a Pancho Villa, como persigue su cola un perro, por el desierto. El sobrino de Maximiliano de Habsburgo, el archiduque Francisco Fernando, ha sido asesinado en Sarajevo. Los alemanes pelean en todos los frentes de la Primera Guerra Mundial y pelean entre sí por estrategias cada vez más bizantinas respecto a México.

Emiliano Zapata, el líder campesino de Morelos, sigue vivo y luchando, al igual que su némesis que pronto caerá asesinado, el presidente Venustiano Carranza, cuyo Ejército Constitucionalista tumbó a Huerta. Las ciudades están plagadas de huelgas; el campo, de bandidos. El peso se devalúa día con día.

Junio es el mes de las lluvias en la Ciudad de México. Los árboles se ponen exuberantes y el aire —en esa época— habría tenido un aroma dulce incluso en la más gris de la tardes. Aun en medio del caos político, la ciudad sigue adelante.

Imaginémonos: desde la azotea de la casa vecina, donde una criada está bajando la ropa del tendedero, un perro ladra. En el pedazo de calle que se ve por la ventana de doña Sara, la lluvia rebota en los paraguas, y los automóviles y las carretas pasan salpicando las banquetas. Doña Sara, rodeada de sus libros, se sienta en el sofá, el abrecartas en vilo entre sus dedos...

Saqué el contenido del sobre: una tarjeta postal del presidente Madero a caballo y una foto, ya amarillenta por los años: un hombre de edad madura, sentado de perfil, a quien no pude reconocer; detrás de él y a la izquierda, de una manera que no era natural, como si la hubieran recortado de otra foto y pegado aquí, una imagen borrosa que, a juzgar por la forma de la cara y la barba, podía ser Madero; una nebulosa figura femenina a la derecha y, en el centro, flotando en el aire, la burbuja blanca de un bebé.

Una fotografía espírita.

¿Quién se la envió? No había remitente ni carta alguna. ¿Quién la guardó entre las páginas de Médiumnité guerrissante, de Majewski? ¿Un bibliotecario? ¿Otro investigador? ¿O fue la misma Sara Pérez de Madero?

(Otro hoyo de conejo: Majewsky. Se podría escribir un libro sobre él, pero por ahora es suficiente decir que, buscándolo en Google, aparece una noticia: tres de sus fotografías de manos que emiten "fluido magnético", todas reproducidas en su libro, fueron vendidas por Sotheby's en una subasta de Nueva York, en diciembre de 2012, en 18 mil 500 dólares).

Volvamos a doña Sara. No es necesario vivir mucho tiempo en México para que uno empiece a verla. En las fotografías icónicas de la Revolución —y al parecer la Revolución se celebra más que la Navidad— aparece sonriendo sombríamente con la boca cerrada, y sin embargo muestra la mirada serena y el ceño relajado de una madonna. En 1911 la vemos como Primera Dama, con una blusa de cuello alto y un sombrero extravagante (la moda de esa época), y luego con un abrigo que se antoja incongruentemente pesado, siguiendo al presidente Madero, quien pasa por entre la multitud levantando su brillante fedora (noten la espada en alto y el enorme cono del sombrero de un campesino). En la biografía de Madero de Enrique Krauze vemos a la pareja en unos sillones berger gemelos, enmarcados por cortinas de encaje, los pies elegantemente calzados descansando en una alfombra oriental; el presidente Madero con un traje de color pálido; la señora en un vestido de cuello marinero y con un peinado eduardiano. Y luego, en 1913, tomada desde abajo (el fotógrafo estaría en cuclillas), la cara hinchada, descompuesta por el dolor, de la joven viuda.

Pero en la biografía de 2010, de Collado Herrera y Pérez Rosales, hay otras dos fotos de doña Sara que yo nunca había visto, tal vez tomadas a finales de los años treinta o en los cuarenta: un halo de pelo blanco, los ojos risueños, una sonrisa grande que descubre sus dientes; y está acariciando un gato. La otra foto la muestra una o dos décadas después: en una silla, con una falda y un suéter de color oscuro sobre el que luce un crucifijo grande, con el susurro de una sonrisa sabia, cansada. Está mirando directamente a la cámara: esa puerta mágica hacia nosotros.

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Este libro es disponible en Kindle y pasta blanda.
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