C. M. MAYO
Como gente que apareciera en un sueño,
un viaje de mil millas en Baja California, el otro México

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C.M. Mayo visita a Todos Santos, Baja California Sur, un pueblo único y mágico en la costa del Pacífico— y en la antesala de una gran transformación.
Los visitantes es el segundo capítulo del libro Miraculous Air: Journey of a Thousand Miles through Baja California, the Other Mexico, obra que el Los Angeles Times califica como "luminosa" y el Instituto de Estudios Interamericanos llamó "uno de los mejores libros sobre México en muchos años".











The Visitors / Los visitantes (Tameme, 2002).
Por C.M. Mayo
Traducción por Bertha Ruiz de la Concha.

Un capítulo en versión bilingüe de Miraculous Air: Journey of a Thousand Miles through Baja California, the Other Mexico, by C.M. Mayo (University of Utah Press, 2002 y Milkweed Editions, 2007).











 Todos Santos: Los visitantes
Una visita a Todos Santos, Baja California Sur

por
C.M. Mayo

 

… and to this day it has shown no intention of going away.
Edward Gorey,The Doubtful Guest

Los visitantes

La Galería de Todos Santos tenía un cuadro del pintor norteamericano Derek Buckner. Lo encontré apoyado en la pared del cuarto trasero, aún fresco. Se trataba de una composición curiosa: un hombre de camisa azul turquesa y fez terracota; otro hombre, también con fez, cuya sonrisa era una pincelada blanca entre el bigote y una barba de candado, abría los brazos como diciendo "¡listo!"; una mujer de suave cabello rojizo recogido en un moño, con un vestido rosa que reflejaba la luz matinal y la sombra moteada de los árboles; otra mujer, esgrimiendo su pandereta cual arma, castigaba a un perro: exóticos personajes de pie alrededor de una mesa, el perro con las patas sobre la orilla del mantel. Justo en el centro, como una sopera, se encontraba un platillo volador.

El cuadro se titulaba Los visitantes. Una mujer quería comprarlo, pero la Galería de Todos Santos pedía dos mil dólares por él.

—Lo valen —admitió, pero estaba remodelando su cocina y tenía que comprar una estufa.

—¿Quién necesita una estufa? —preguntó el dueño de la galería, Michael Cope. Era rubicundo como Danny Kaye en el papel de Hans Christian Andersen, originario de Los Angeles, refugiado de la vida corporativa en Todos Santos y pintor.

—No necesitamos comida —recalcó con sus brazos en jarras—. ¡Necesitamos arte!


Durante mi primera visita a Los Cabos, visité Todos Santos por la comida, específicamente para comer en el Café Santa Fe, un restaurante italiano en la plazuela. Todos Santos quedaba a sólo una hora sobre la carretera en dirección al norte: una tira de pavimento sin guarnición en medio de un desierto de cardones y chollas flanqueado por mar y sierra. Las vacas pacían entre las chollas a la orilla de la carretera y a veces la invadían para rumiar tranquilamente. Cada quince o veinte kilómetros, un grupo de palmeras servía de resguardo a un pueblo de pescadores construido con tabique, adobe y techo de paja y, sobre la carretera, un puesto de Tecates y Cocas frías.

Todos Santos parecía uno más de esos pueblos, aunque más grande y con gasolinería. También tenía un semáforo y una tienda de abarrotes. Allí vivían unos norteamericanos, algunos en casas rodantes y otros —muchos de ellos artistas— en la parte vieja, formada por una plazuela con un teatro encalichado y la iglesia de rigor, todo ello rodeado de unas cuantas manzanas con casas y tiendas de los siglos XIX y XX. Muchas habían sido renovadas recientemente y pintadas en colores frutales, pero otras tantas permanecían vacías, el techo hundido y las podridas puertas de madera cerradas con candado.

Todos Santos alguna vez se jactó de tener una burguesía próspera que labró su fortuna gracias al azúcar. La caña se cultivaba con agua de un manantial, se molía para extraerle el jugo, el cual se hervía con cáscaras de naranja y especias en un caldero hasta convertirlo en un jarabe que se vaciaba en moldes para hacer conos de panocha. Pero en 1950, el manantial comenzó a secarse y los ingenios cerraron uno a uno. Las pocas familias que se quedaron en Todos Santos vivían de la pesca de tortuga y tiburón. El manantial revivió a principios de los años ochenta, pero ahora el agua se utilizaba para irrigar jitomates, papayas y mangos. Las ruinas de los ingenios de azúcar, su maquinaria oxidada y las chimeneas de ladrillo aparecían aquí y allá en el pueblo de cuatro mil habitantes. La mayoría de sus calles estaban sin pavimentar.
El aire en el Café Santa Fe era fresco, las mesas de mármol rosa. El estéreo tocaba nuevo flamenco, intrincado y delicado cual gasa al viento. Me senté bajo la pérgola en el jardín, extendí la servilleta —un cuadro grande y suave como la franela— sobre mi regazo y pedí de comer: focaccia con romero, ravioles de langosta a la albahaca, papas asadas y dorado a la parrilla con mezquites, bañado con vinagre balsámico y aceite de oliva.

El restaurante estaba repleto; en su gran mayoría, de norteamericanos que venían de Los Cabos a pasar el día; mujeres de alpargatas y lino; hombres con Rolex y gorras de beisbol con el logo bordado de algún campo de golf.

Paula y Ezio Colombo, los dueños del Café Santa Fe, recién habían regresado de París.

—Fuimos a un desfile de modas —comentó Paula cuando se detuvo frente a mi mesa—. Ah, y también al estreno de una película y a la exposición de Francis Bacon.

Paula, una afroamericana, había trabajado como modelo de joven, e incluso apareció en las portadas de Essence y Seventeen. Pese a que habían pasado más de veinte años, aún conservaba cierto aire juvenil, estilizado y dinámico. En el fondo del lugar, Ezio, un hombre regordete, pintor originario de Milán, iba y venía del bar a la cocina, cual digno burgués.

Al salir, vi a Michael Cope, el dueño de la galería. Estaba comiendo con dos de sus artistas: Robert Whiting, propietario del recién inaugurado Todos Santos Inn, y Gloria Marie V., mujer menuda de pelo largo y lacio color avellana, cubierto con un sombrero de paja adornado con flores de seda. Los pájaros gorjeaban, algo crujía en la mata espesa de bugambilia sobre la pérgola. Su mesa parecía un bodegón: copas de vino blanco frío, brillantes por la condensación, y un jarrón con flores silvestres del desierto, tan coloridas como frambuesas.

Si fuera pintora —pensé—, me gustaría pintar esa escena.



El gato de Charles Stewart

Todos Santos, según me cuentan, era como Los Cabos de antes. También ahí se estaba dando una invasión de norteamericanos, aunque en menor escala y con una sensibilidad diferente. Y era precisamente la sensibilidad de este lugar lo que me interesaba. Quería conocer a Derek Buckner y preguntarle por el platillo volador sobre la mesa. Quería platicar con Michael Cope y sus artistas, y saber por qué y cómo habían venido. Y los lugareños, ¿cómo eran? ¿Qué pensaban de los norteamericanos? Conviviría, si bien sólo por unos cuantos días antes de dirigirme hacia el interior de la república, con la comunidad de artistas junto al mar de Baja California.

Lo primero en la lista después de registrarme en el Todos Santos Inn de Robert Whiting era conocer al pintor Charles Stewart, de quien había leído recientemente en un artículo del Los Angeles Times titulado "Baja Bohemia". Con su llegada en 1985, Stewart se convirtió en el primer artista norteamericano en Todos Santos. Había visto su casa, una estructura antigua y hundida que parecía ser casi toda pórtico: techo de lámina corrugada que sobrevolaba a un revoltijo de plantas en macetas, muebles arruinados, manguera de jardín y pájaros enjaulados. Su casa, a tiro de piedra del Café Santa Fe, también era una galería abierta al público.

—Pero sólo cuando Charles Stewart está en el pueblo —aclaró Robert, con una voz untuosa y suave.

De unos treinta y tantos, su rostro pálido carecía de arrugas y enmarcaba unos ojos azul hielo. A pesar del calor, no me costaba trabajo imaginarlo de traje y corbata.

Nos encontrábamos de pie en el vestíbulo de su hostal —anteriormente casa habitación durante el apogeo del negocio del azúcar— de un solo piso, con las habitaciones mirando a una terraza de baldosas y un jardín. Robert la había adquirido en ruinas y la restauró con gran esmero, supervisando cada detalle. Mientras hablábamos, un gato siamés llegó de la calle y empezó a frotarse contra mis piernas.

—Bueno —dijo Robert con una media sonrisa—, puede decirse que has conocido al gato de Charles Stewart.

Me condujo a mi habitación, una de las dos terminadas. Robert había abierto su hostal unos cuantos meses antes. Mi cuarto tenía loseta decorada a mano en el piso y un techo alto con vigas de madera. Un mosquitero vaporoso como velo de novia cubría la cama; sobre el escritorio colgaba un grabado inglés antiguo.

Encendí la luz. Reinaba el silencio. Un perro ladraba. Trate de escuchar el mar, pero ni eso se oía; la playa quedaba bajando la colina, al otro lado de la carretera. Tampoco transitaban autos.

Cené sola en el Caffé Todos Santos, a la vuelta de la esquina. En el restaurante, instalado en otra construcción decimonónica, sencilla y de techos altos, había unas cuantas mesas con sillas de madera pintadas a mano: amarillas con chiles rojos, fondo turquesa para unos pájaros, y blanco y negro, como una vaca. Salvo por la adolescente mexicana con cara de madona que se limaba las uñas tras el mostrador, el lugar estaba vacío. Un puñado de anuncios, todos en inglés, colgaban de un tablero: tabla de surf en venta, casa en venta, clases de español, reuniones AA en inglés. En una mesa aledaña, una pila de revistas Fortune leídas y releídas y, en la portada de una de ellas, Lee Iacocca y su cita: "Cómo troné la jubilación".
Me senté en una silla decorada con una luna y estrellas; pedí un sorbete de mango y un panqué de chocolate.


Algunos artistas de Oz, o qué bien se está aquí

"Llegan los artistas", anunciaba con bombo y platillo el número de mayo de 1993 de Travel and Leisure dedicado a Todos Santos, al cual apodaba "el nuevo Oz mexicano en gestación".

Tomemos como ejemplo el caso de Derek Buckner.

—Vino aquí y vio la luz —me comentó Michael Cope—. Es como solía ser Los Angeles; como Marruecos, Egipto. Esta luz increíble de la mañana. Derek pinta en exteriores y cuando vio la luz de aquí, decidió no moverse a ningún otro sitio.

Nuevamente me encontraba en la Galería de Todos Santos, la vista fija en Los visitantes de Derek. Me impresionaron su técnica y composición, y me encantó su sentido del humor, los hombres con falda y fez, el perro, el platillo volador sobre la mesa.

La luz, el motivo por el que Michael Cope viniera aquí. Durante diecisiete años trabajó para Revlon en Los Ángeles. Siempre había pintado, pero no fue sino hasta que nació su primer hijo que se trasladó a Todos Santos a pintar. Él y su esposa Pat adquirieron una propiedad y se quedaron. Abrieron la galería un año y medio antes en un espacio rentado a Robert Whiting, una esquina en el edificio del Todos Santos Inn. La luz de la terraza del hostal se filtraba por los tablones de madera de la puerta.
—En verdad tuve suerte de conocer a Robert —agregó Michael—. Él fue quien me dijo, "¿Sabes qué?, prueba".

La Galería de Todos Santos era una de las tres del lugar, pero era la primera y única —por el momento— dedicada al buen arte.

—La reputación y estatura de una comunidad artística depende del buen arte, más que de las artesanías —afirmó Michael—. Y ¿quién puede decir si algo es buen arte o artesanía? A veces es difícil. A mi hostal tocan a la puerta veinte veces al día artistas, y norteamericanos. Cuando elijo un cuadro para la galería, trato de abarcar toda la gama: surrealismo, impresionismo, collages. Aquí no es como en Estados Unidos, donde puedes especializarte en un artista.

"Además, trato de que haya un equilibrio entre artistas mexicanos y norteamericanos. Ni por un momento olvido que soy un norteamericano en México. Aquí soy un huésped y me apego a su gusto. Me adjudico la responsabilidad de representar el buen arte mexicano. Y los mexicanos llenan un espacio de expresión del que sencillamente carecen los norteamericanos. Los mexicanos tienen la influencia de Tamayo, Orozco; no temen hacer planteamientos políticos. Toman el arte muy en serio.

¿Qué artistas mexicanos había en la Galería de Todos Santos? Bueno, Carlos Uroz, fotógrafo que vivía en Loreto; Antonio Viveros, quien radicaba en San José del Cabo; Paulino Pérez y Gabo que vivían en La Paz. La mayoría había estudiado en Guadalajara o en el DF; ninguno tenía casa o estudio en Todos Santos.

—No hay mucho buen arte en Baja California —admitió Michael—; casi pura alfarería y textiles.

Pero los mexicanos que entraban en la galería miraban cada cuadro en detalle.

—Llegan familias de La Paz y miran. No vendo nada, pero me encanta. Los chicos de enfrente han venido, aunque se sienten un poco intimidados. En cambio, los estadounidenses y canadienses pueden ser francamente molestos: "¡Válgame Dios!, pero ¿qué porquería es ésta? ¿Quién pagaría quinientos dólares?" ¡Y el artista está ahí frente a ellos! Y ya sabes, ha venido con todo su material, lienzos, y todo es tan caro. Además, el arte es su vida, a eso se dedica. Hay quien no tiene ni idea de cuáles son los modales en una galería —sentenció Michael entornando los ojos.

No obstante, el negocio iba viento en popa. Productores de discos y películas de Los Ángeles compraban cuadros, al igual que los hombres de negocios del DF y Cuernavaca, y los norteamericanos con casa en Todos Santos y Los Cabos. La mayoría de los clientes de la galería paraba antes o después del almuerzo en el Café Santa Fe de Paula y Ezio Colombo.

—¿Y la comunidad de artistas norteamericanos?

—He visto gente parada en mitad de la calle preguntándose dónde está —comentó Michael riendo—. Vienen de Los Cabos a pasar el día y todo lo que ven son unas cuantas construcciones viejas y calles polvorientas. Hace años, el gobierno mexicano empezó a decir que este lugar era una comunidad de artistas. Era una zona hermosa, junto al mar. Sería preciosa. Ahora los periódicos afirman que Todos Santos se convertirá en el nuevo Taos, Nuevo México o Carmel. Abundan los artistas —pintores, escritores, músicos—, pero no se encuentran en la tienda de la esquina. Y, de cualquier manera, uno quiere buen arte, no posters.

"Una comunidad de artistas es un modo de vida, un lugar donde la gente vive y es productiva. Si quieres encontrar una comunidad de artistas debes ir al Caffé Todos Santos, al Café Santa Fe. Tienes que conocer a la gente.

... final del extracto.






Así que quedé de verme con Paula Colombo para un almuerzo tempranero en el Café Santa Fé.

—Nos ha dado una publicidad fabulosa —comentó cuando le pregunté por la comunidad de artistas—. Travel and Leisure y el Los Angeles Times tuvieron el mayor efecto. Pero después del artículo del Los Angeles Times, la gente llegó a raudales pensando encontrar tiendas y galerías, o sea, toda una comunidad de artistas. Por eso se sorprenden: "¿eso es todo? ¿Y las tiendas?"

Paula soltó una risita. A nuestra mesa llegaron un plato de lechugas salteadas y un platón de anillos de calamar fritos. Paula exprimió un limón sobre los calamares. Sus movimientos denotaban una elegancia sin afectación, al igual que su apariencia: pantalones de lino y una blusa blanca suelta, con el pelo recogido en una trenza perfecta.

—Pero francamente —dijo—, Todos Santos se ha convertido en el sitio de moda entre músicos y cineastas. Chris Isaak llegó con su madre. El productor de U2 se quedó tres meses en un estudio portátil.

Me interesaba más saber de los artistas que vivían aquí. Paula y su esposo Ezio fueron de los primeros. Ezio era pintor; Paula —concluida su carrera como modelo hacía ya tiempo ("cuando llegó el poder africano", me dijo una vez indignada, "yo no era suficientemente negra")— era diseñadora de interiores y de muebles.

¿Cómo había llegado a Todos Santos?

—Vivía en Malibú, diseñando casas; chozas de esas que cuestan cinco millones de dólares. Cuando vine a Baja California por primera vez, me di cuenta de que aquí tendría Malibú, pero sin la basura.

Paula conoció a Ezio en San José del Cabo, cuando construía el horno para el restaurante italiano Da Giorgio's, en la autopista a Cabo San Lucas. Ezio llegó a Estados Unidos de Italia a principios de los años setenta. Cuando se inauguró la carretera transpeninsular, recorrió la península en auto. Después regresó a Estados Unidos, vendió todo lo que tenía y compró un boleto de ida a Los Cabos.

Paula volvió de vacaciones a Baja California en 1988.

—Acababa de terminar un trabajo grande de decoración de interiores que me llevó catorce meses para un director y escritor famoso. Estaba desesperada por irme, así que me fui a Los Cabos. Y ahí estaba Ezio, a donde quiera que iba. Una noche fui a cenar al Da Giorgio's. Ezio tuvo el presentimiento y manejó hasta allá de noche, desde San José. Nadie hace eso aquí; nadie maneja de noche. Así que cenamos. Me lo encontraba en todas partes: en Squid Roe, en el desfile de modas en la playa. Estaba a punto de partir cuando me invitó a Todos Santos. Y fui. Me enseñó esta construcción y yo le dije que la iba a comprar. Él me iba a decir algo pero le interrumpí diciendo que la había visto en sueños; sabía que compraría esta propiedad. Entonces Ezio me presentó al dueño y la compré. Era propiedad de la familia Santana, ex magnates azucareros. Ellos eran el pueblo antes de que se acabara el agua. Volví a casa y la vendí en dos días. Así se fueron dando las cosas. Las rosas del jardín —grandes, hermosas rosas rojas— estaban en flor. Cuando vendí la casa, nunca volvieron a florecer y el mercado inmobiliario se congeló. Así estaba destinado. Ezio y yo éramos artistas. Él había pensado comprar este lugar para poner su estudio y una casa. Tenía fama de ser excelente cocinero y anfitrión. Continuamente teníamos invitados a cenar, de manera que pensamos en poner un restaurante. Nuestros talentos realmente se complementan.

Paula y Ezio trabajaron todos los días durante año y medio para restaurar la construcción. En la plazuela junto a la iglesia, el Café Santa Fe era el más bonito de los edificios históricos en Todos Santos: una construcción alta y cuadrada, color crema, con una franja rosa alrededor de la entrada y las ventanas. El área principal es una habitación de techo alto que da al soleado jardín y a la pérgola cubierta de bugambilias. Rodean las mesas de mármol rosa sillas con respaldo tejido a mano en palo de arco, un arbusto de tallos delgados pero fuertes. Paula misma diseñó las sillas.

El Café Santa Fe abrió sus puertas en diciembre de 1990. En ese entonces, Todos Santos era un pueblo de agricultores y pescadores, muchos de los cuales nunca habían visto un restaurante con meseros y manteles. La comunidad más importante de estadounidenses y canadienses estaba formada por jubilados que vivían detrás de la gasolinería, en El Molino Trailer Park.

—La gente era francamente desalentadora —recordó Paula—. Me creían fuera de mis cabales y pensaban que echaría a perder las cosas por pagarles demasiado a mis trabajadores. Pero yo sabía que mi clientela no sería la gente del lugar.

Habíamos terminado el almuerzo. El restaurante estaba lleno y era hora de que Paula fuera de mesa en mesa saludando a sus clientes.


"Todos Santos", decía Travel and Leisure, "pide a gritos un hotelito elegante del tipo del Café Santa Fe."

Cuando Robert Whiting leyó esas palabras, su vida cambió.

Estábamos sentados en la terraza de baldosas del Todos Santos Inn, en una de las mesas donde él servía el desayuno. Sobre la pared de ladrillo colgaba un ángel antiguo de madera. Había sombra y nos llegaba el olor de las hojas. Yo daba sorbitos al café recién hecho mientras escuchaba su historia.

Años atrás, cuando trabajaba de noche como gerente en el Four Seasons de Boston, Robert decidió tener su propio hotel, algo pequeño y clásico, al estilo Nueva Inglaterra. Entró a trabajar en Fidelity, la administradora de inversiones de Boston, con la idea de hacer mucho dinero rápidamente para comprar un hotel. Sin embargo, cuando estudió el mercado de bienes raíces de Nueva Inglaterra, descubrió que los precios estaban por las nubes y el negocio de la hotelería saturado. Por consiguiente empezó a considerar lugares más exóticos como Belice y el Caribe.

—Siempre andaba a la caza de lugares sin descubrir pero con el potencial que no encontraba en Nueva Inglaterra. Cuando leí el artículo de Travel and Leisure, pensé: ¡Ésta es mi oportunidad! Como una fruta al alcance de la mano…

Estaba a punto de partir rumbo a Costa Rica, pero cambió su reservación para Los Cabos.

—Nunca había estado en México. Nunca me habían dado ganas de venir. Esperaba ver niños bañándose en aguas negras; ésa es la idea que tienen muchos norteamericanos, ya sabes, que te encuentras eso o Cancún. En Los Cabos, tomé el autobús. Se descompuso a mitad del desierto y todos tuvimos que bajarnos en un calor infernal. Yo no hablaba ni palabra de español. Por fin, el conductor arregló el problema y llegamos a Todos Santos. Desconocía el pueblo y me bajé antes de tiempo. Hasta me caí en una zanja. Caminé tambaleándome hasta aquí con todo mi equipaje. Mi primera impresión fue: ¡Vaya!, creo que Travel and Leisure exageró. Paula y Ezio andaban de viaje y el Café Santa Fe estaba cerrado. Pero Todos Santos era un lugar amigable. Gente como Jane Perkins, propietaria de la librería El Tecolote, me dio una buena acogida. El Caffé Todos Santos estaba recién inaugurado. Unas cuantas personas iniciaban negocios.

"Vi esta construcción con el letrero de ‘Se vende. Trato directo'. Toqué y me abrió un enorme tipo con pinta de Hemingway que me espetó: ‘¡Pásele! ¡No puedo vender este chingado lugar; no me puedo librar de él!' Era un policía de caminos de California jubilado que, cada tres palabras, decía ‘chingado tal' o ‘chingado cual'. Prácticamente calvo, parecía el Maestro Limpio, apodo que le habían puesto los chicos del lugar. La casa estaba en ruinas y él vivía en un trailer a un lado del jardín. Lo que pedía no era ningún regalo, pero pensé: Esto es lo que busco. Si ahora no lo hago…

"Mi vida había girado tanto en torno al mundo corporativo que me sentía atrapado. Había comprado una casa en los suburbios que nunca pude disfrutar porque trabajaba todo el día. Vivía unos 15 kilómetros al sur de Boston, en una población agradable, pero el tránsito era a vuelta de rueda; en promedio hacia hora y media de ida y otro tanto de vuelta, y en el invierno sencillamente era una pesadilla: me demoraba dos horas y media, a veces hasta tres. Mi trabajo en Fidelity siempre fue el medio para alcanzar un fin, echarle ganas y ahorrar unos centavos. Pero ese último invierno me sentí sumamente deprimido. Como dice la canción de Talking Heads: ‘ésta no es mi casa, Dios mío, qué he hecho'. Siempre quise tener una vida interesante y llena de emoción.

Después de seis meses de negociaciones, Robert y el patrullero llegaron a un acuerdo. Por fin, una noche de pleno invierno, el patrullero telefoneó y dijo: "creo que ya hicimos un trato". Robert puso su casa en venta y la vendió el primer día, mil dólares arriba del precio que pedía.

—Pensé: "Qué buena onda de lugar…", pero no le comenté a nadie en Fidelity. Necesitaba seguir trabajando otros seis meses para ahorrar dinero y arreglar el lugar. Un mes antes de irme, lo anuncié en una junta. La respuesta fue un rotundo silencio. El tesorero dijo: "Robert, tú sí sabes cómo arruinar una junta". Pensé que la gente se sentiría traicionada, amenazada. Pero casi todos me comentaban "¡Qué bien! ¡Hazlo!" "Mi esposa y yo siempre quisimos hacer algo así." Ya sabes, cincuentones que uno sabe que nunca lo van a hacer.

"Compré una pickup y la cargué con mi escritorio georgiano y otras antigüedades, nada práctico. Debí haber traído artículos de plomería y cosas similares. Era bastante ingenuo. Mi camioneta parecía una versión sofisticada de la de Viñas de ira. Hice nueve días, un viaje terrible. No hablaba español y mis amigos no hacían más que decirme: ‘¡Pero Robert! ¿No te dan miedo los bandidos?' ¡Hasta transitar por el estado de Texas me inspiraba temor! No tenía idea de qué esperar. Crucé la frontera en Tijuana, sin saber qué sucedería en la aduana. El inspector echó un vistazo a la camioneta, a todos esos muebles viejos, y dijo: ‘¡Ya váyase!' Me dejó pasar sin siquiera mirarme. Luego, mientras bajaba por Baja California, calculé mal las distancias. Con mi sobrecargado camper a cuestas, difícilmente podía mantenerme en la carretera, ¡que no tiene ni guarnición! Por supuesto, terminé manejando de noche y al recorrer esas curvas de la montaña, me llegaba el olor de frenos quemados. Afortunadamente era de noche y no podía ver qué tan pronunciadas eran las barrancas.

Pero llegó a Todos Santos. Pocos meses antes había inaugurado su oficina y dos habitaciones; pronto construiría nueve habitaciones más.

Y, lo mejor de todo, Robert había vuelto a pintar después de un receso de diez años. El primer cuadro que pintó aquí colgaba sobre su escritorio georgiano en la oficina. Entramos para que me lo mostrara. Era la casa solariega inglesa de Compton Wynyates, de una fotografía que tomó en sus años de escuela. El cuadro emanaba un aire triste y de ensueño, como el escenario de una novela gótica: ventanas oscuras, nubes amenazantes. Los detalles estaban tan cuidados —incluso cada ladrillo y cada hoja de los árboles— que parecía pintado en un lienzo más grande que se hubiera encogido.

—Soy anglófilo —confesó Robert—. Por qué estoy en México, no lo sé.

Regresamos a la terraza y nuevamente nos sentamos. Un setter irlandés entró y aceptó unas palmaditas en la cabeza antes de volver a irse.

—Es curioso —continuó después de un rato—. Me imaginé que sería uno de tantos que, después de leer el artículo de Travel and Leisure se habrían dicho: "¡Ajá! iré a Todos Santos y abriré mi hotelito elegante al estilo Santa Fe". Pero resultó que yo fui el único.


Polvo hasta las orejas o paraíso con restaurante italiano

Michael Cope, Paula y Ezio Colombo, Robert Whiting… todos eran artistas, pero también propietarios de negocios que daban servicio a turistas adinerados, el tipo de personas que se pararían en mitad de la calle para preguntarse "¿Dónde está?"

Ahora quería conocer a Derek Buckner y a Bob Luckey, un surfista que escribía poemas de tres líneas. Pero ninguno estaba en Todos Santos.

Un gallo cantó con fuerza. Escuché a alguien barriendo la calle afuera de mi habitación. De un tirón me puse las botas cubiertas con una gruesa capa de polvillo amarillento; no tenía caso limpiarlas.

La calle se llenó de adolescentes que salían de su dormitorio —el albergue administrado por el estado de Baja California Sur— rumbo a la escuela. Cuando Michael Cope mencionó a "los chicos de enfrente", no me percaté de que se refería a las decenas de estudiantes del albergue: jóvenes venidos de ranchos, poblados y asentamientos en la sierra y a lo largo de la costa, lugares demasiado pequeños para tener su propia escuela. Los jóvenes vestían pantalones color caqui; las chicas, vestidos color de rosa o vino y calcetas. La mayoría llevaba a la espalda una mochila en buenas condiciones.

"Fácilmente podrían recibir cien mil dólares por ese lugar", me había dicho un norteamericano sobre el albergue, una construcción de ladrillo estucado del siglo XIX. "Deberían venderlo y construir uno mejor lejos del centro."

El centro era lo que Travel and Leisure calificaba como "la zona de aburguesamiento gringa" debido a las tiendas que bordeaban la calle Juárez, el Café Santa Fe en la plaza y el grupito de negocios detrás: el hotel de Robert, la galería de Michael, el Caffé Todos Santos, El Perico Azul con sus coloridos trajes de playa (hechos en Indonesia).

Las tiendas y casas propiedad de mexicanos estaban esparcidas en torno al centro y en las afueras. Detrás del Café Santa Fe encontré la Siempre Vive, tienda de abarrotes con fachada de ladrillo, un letrero de cigarros Raleigh y una hielera a media acera. Adentro, las latas de jugo estaban cubiertas de polvo, sopas Campbell's y leche Carnation acomodadas al azar sobre los anaqueles. La puerta del refrigerador no cerraba bien y los cartones de leche en su interior se sentían tibios al tacto. En la sección de verduras y fruta, las moscas sobrevolaban huacales de aguacate y papayas magulladas. En el mostrador, con mi botella de agua, dije "buenos días" y la cajera me miró sin interés alguno.

—Twenty pesos —dijo en inglés.



Dejé el agua en mi habitación. De ahí tomé el sinuoso camino de terracería que conducía a la playa. Pasé frente a un gran edificio de ladrillo (antes parte de un ingenio azucarero), un par de casitas de adobe con techo de paja y luego, de pronto, me encontré en el campo. Palmeras de dátiles y cocos se alzaban hacia el cielo, plateadas bajo el sol. Me espanté las moscas del rostro tratando de ignorar el hedor de las heces de caballo. Después llegué hasta unos prados ondulantes donde unos cuantos norteamericanos construían casitas de playa con techo de paja; en algunas había trailers estacionados afuera. Un mexicano anciano, con sombrero vaquero, barría su patio con una escoba de ramitas. Una sonrisa amplia y desdentada acompañó un saludo.

Después de un rato, vi dos caballos blancos de pie junto a las ruinas de un ingenio.



Más tarde me reuní con Nanette Hayles. Había visto parte de su obra en la Galería de Todos Santos: un retrato en mosaico de Frida Kahlo elaborado con pequeños recortes de revistas.

—El arte se relaciona con lo espiritual —señaló cuando nos encontramos en la terraza del hotel de Robert. Nanette usaba una melena negra y grandes arracadas—. Aquí estás más en contacto con tu lado tranquilo, más cerca de la naturaleza. En la ciudad, hay que buscar un parque; el smog tapa el cielo. Aquí ves pájaros, hueles la tierra, los caballos. Aquí el ritmo es más lento. De la paz, fluye la creatividad.

—Y la comunidad artística, ¿ha ayudado?

—Michael ha sido un gran apoyo. Me siento muy apegada a los artistas relacionados con la galería: Michael, Gloria, Derek. Nos apoyamos, somos muy constructivos. Es casi como de novela: todos luchamos, pero de vez en cuando vamos al Café Santa Fe, nos tomamos un whisky, fumamos un puro y pretendemos ser Hemingway y Picasso. —Su risa sonó cual cítara al tiempo que sacudió su pelo sobre un hombro.

Pero la comunidad artística, subrayó Nanette, no era el pueblo.

—Los mexicanos son el pueblo; por eso estoy aquí. Todos Santos tiene alma; no es como Los Cabos. Ahí hay un gran grupo de norteamericanos a quienes les encanta México pero no quieren a los mexicanos. Los Cabos, por ejemplo, atrae a gente ávida de diversión. Todos Santos no les gusta; lo consideran un pueblo polvoriento y simplemente siguen adelante. Otros se detienen y sienten este lugar. He viajado por todo el mundo y me parece que Dios le dio un besote a este lugar. A quienes verdaderamente les gusta Todos Santos son gente de buen corazón. Normalmente son artistas o personas en contacto con su lado artístico.


—Cosas más suaves se derivan de ella —dijo Jane Perkins cuando le pregunté sobre la influencia de la comunidad artística.

Su librería, El Tecolote, tenía casi únicamente libros en inglés: libros de bolsillo usados, guías de viajero, libros sobre Baja California, literatura chicana. El Tecolote se localizaba en un edificio de adobe que también albergó a The Message Center, una estética, una galería y un restaurante en torno a un patio. Al otro lado de la calle se ubicaban las dos oficinas de bienes raíces principales, en cuyas ventanas se leían letreros en inglés: lotes con excelente vista/vea las ballenas desde su terraza en la colina/trailer con parabólica, lavadora, refri, TV y asador: 28,500 dólares.

—Es un estado de ánimo. Puedes darte por vencido y no hacer nada, o puedes crear una atmósfera propicia para el quehacer artístico. Si la gente viene porque le agrada el aspecto artístico de la comunidad, ¡qué bueno!, así podremos retrasar la construcción de rascacielos, como sucedió en Los Cabos.



—¿Comunidad artística? ¡Ja, ja! —se mofó Jennifer Deaville—. Si algo hay de arte aquí se debe a Michael y su galería. Antes de eso, nada. Charles Stewart estuvo aquí, y otros cuantos. Eso fue todo.

Jennifer, canadiense de Nueva Escocia, era propietaria de The Message Center. Al principio leí mal el letrero junto a El Tecolote: The Massage Center, y me imaginé algo muy new age, con aromaterapia y tal vez acupresión. Pero no, era The Message Center, donde se ofrecía servicio telefónico de larga distancia, fax y mensajes. Pocas personas en Todos Santos tenían teléfono y de cualquier manera el servicio no era de fiar. El teléfono en el Todos Santos Inn, por ejemplo, no funcionaba desde hacía una semana.

Jennifer frunció los labios y dijo:

—Todos Santos es sólo un pueblito tradicional de agricultores y pescadores.


—La idea de una colonia de artistas me parece vergonzosa —afirmó Euva Anderson—. Siento que aún hay lugares que podemos apreciar sin convertirlos en otra cosa. Todos Santos es un pueblo real, cercano a la naturaleza. La gente cultiva chiles y cebollas; los caminos aún son de terracería.

Euva era pintora, propietaria de un rancho de caballos de ocho hectáreas en la playa. Mujer menuda de piel canela, llevaba un vestido de playa sin mangas de diseño propio, con enormes bolsillos y botones. Por la tarde, nos sentamos a platicar en el Café Santa Fe sobre sendos vasos de té de menta helado.

—Pero las cosas están cambiando —dije—. Mira Los Cabos.

—¡Los Cabos! Los campos de golf y la pesca lo están convirtiendo en Disneylandia. ¡Hasta una abuelita puede sacar un marlín de 500 libras! La gente llega, construye un muro alrededor de su casa con aire acondicionado, ¡y es como si estuvieran en su país! Es el epítome de mi peor pesadilla.

Euva llegó a Los Cabos por primera vez en 1967; venía de San Francisco en el yate de unos amigos. Algunos filmaban las ballenas; otros estaban enamorados del libro Sea of Cortez de Steinbeck; unos más eran surfistas.

—No tenía idea de dónde estábamos —comentó Euva con una risita—. ¡Era como aterrizar en la luna!

Ella y su esposo regresaron diez años después y compraron una casa cerca de San José del Cabo.

—En ese entonces nos sentíamos como exploradores. No había nada que comprar. Si querías leche, tenías que ir a los ranchos y pedir que te ordeñaran una vaca. Mi esposo es surfista. En plan de aventura, tomábamos el camino de terracería hacia Todos Santos y seguíamos los senderos hasta la playa. Una vez encontramos este lugar soñado para surfear, con olas enormes de casi cuatro metros de altura. Era Punta Lobos; ahora todo el mundo viene. Y descubrimos La Pastora. Acampábamos bajo este cocotero sin imaginar que viviríamos aquí.

Su casa cerca de San José ahora se encontraba en medio de una elegante comunidad golfística. La habían puesto en venta, pues Euva planeaba dedicarse a su rancho de caballos.

—Lo que me gustaría hacer aquí en Todos Santos es ser conservacionista. Nos atrajo el ambiente prístino y no lo quiero olvidar. Creo que Todos Santos puede librarse del destino que corrió Los Cabos, el megadesarrollo. Quiero estimular a la gente de Todos Santos a preservar la tierra, el mar, su cultura.

Euva nació en Brasil, hija de madre mexicana y padre sueco-peruano-guatemalteco, un ingeniero civil dedicado a la construcción de carreteras.

—Viví en todos los continentes, de manera que tengo la perspectiva de una extranjera. Para empezar, soy libra, así que puedo ver muchos lados de un asunto. Puedo verlo como mexicana, como latinoamericana, como indígena, como europea, como americana. Como mexicana me doy cuenta de que muchos de los lugareños toman a mal a los extranjeros. Pero en realidad se meten en aprietos porque tratan de hacer negocio con la tierra. Apenas se las arreglan para sobrevivir. Vender su tierra por, digamos, 20 mil dólares es muy tentador. Pero he visto el resultado de esas ventas. La tierra es lo que les da paz. Siempre le digo a la gente que valore su tierra. Una vez que la venden, ¿qué tienen? ¿a dónde irán?

Y esto opina una mujer que adquirió ocho hectáreas en la playa Pero tengo en mente que recién me dijo que su personalidad era fluida y compleja.

—Dan tristeza muchas cosas —agregó—. La televisión llegó hace diez años y ahora los niños ven Nike, Adidas, todos esos productos extranjeros que se están convirtiendo en su meta. Ahora todo es papel y plástico. Algunos dicen que no soportan a la gente de aquí por sucia, pero yo los entiendo. Antes, toda su basura era orgánica; tiraban un olote y las vacas se lo comían. Lleva tiempo educar a la gente y hay que trabajar con los niños. Cada persona puede poner su granito de arena, hacer la diferencia, para que podamos sobrevivir a la colonización.

¿Y cómo hacía ella la diferencia?

—La organización no es mi fuerte. Se me da mejor el trato personal, en mi propia minirred. Por medio de los caballos trato de fomentar un modo de vida, ser un ejemplo. Antes me quejaba de la basura en la playa: decía que alguien debería hacer algo. Pero ahora me doy cuenta de que ese alguien soy yo. Debo aportar energía y amor. Así que cabalgo y recojo basura. Lo convierto en una práctica zen, en parte de mi ritual diario. También soy una especie de sociedad protectora de animales: cualquier perrito que llega a mi casa lo alimento y esterilizo. En lugar de quejarme, ayudo.

"Siento que Todos Santos realmente tiene una energía fuerte y hermosa. La gente piensa, ‘Oh, ¡es una comunidad de artistas!' Pero hay tanto polvo; siempre parezco una pordiosera. A veces le pregunto a Paula si alguna vez se le ocurrió que terminaría en un pueblito polvoriento. Y su respuesta es: ‘No, pero estoy en París y no hago más que pensar en volver a casa'.

Euva dio un sorbo a lo que quedaba de su té.

—Me siento agradecidísima con mi buena suerte. Vivo en un paraíso, ¡y con un buen restaurante italiano!


Nos están invadiendo

—Nos están invadiendo —me dijo la muchacha que atendía el puesto de frutas y verduras Sueños Tropicales—. Pero, ¿qué podemos hacer?

Tenía una sonrisa dientona. Se encogió de hombros.

—Nada. Sólo mirar —agregó mientras se apuntaba a un ojo.

Sueños Tropicales se encontraba en la carretera al sur de Todos Santos, en el pueblo de Pescadero. Ya me había detenido ahí antes. Sueños Tropicales vendía las fresas más rojas y dulces que he probado en mi vida. Trenzas de ajo colgaban del techo de paja; diminutos jitomates dorados, pepinos lustrosos, cebollas blancas como perlas y bolsas de papaya seca bien acomodados en canastas; frascos de mermelada casera apilados detrás de la báscula. La luz se filtraba por las paredes de palo de arco.

—Están invadiendo Todos Santos y ya comenzaron también aquí en Pescadero —apuntó hacia la playa. "Toda la playa está en venta. A los mexicanos nos están empujando a las afueras. Estamos vendiendo el país. Vendemos nuestra tierra porque necesitamos dinero. Aquí en México somos pobres, pero vendemos la tierra muy barato. Y después, ¿qué haremos con lo poco que sacamos? Ay —dijo, cruzándose de brazos—. Algunos gringos son realmente groseros. Una vino y me gritó; yo le dije que no me gritara así, y menos aquí. ‘Usted está de visita; esto es México'.

La muchacha movió su dedo y después sonrió ampliamente, como si todo fuera una broma tonta.

—También hay gente decente. Los dueños de este puesto de fruta, por ejemplo, son norteamericanos y realmente son buenas personas. Nosotros los mexicanos somos flojos; ése es el problema. Nadie de aquí abriría un puesto de fruta como éste.

Suspiró. Luego frunció el ceño.

—En cinco años todo será diferente. Sólo habrá norteamericanos y todos nos iremos a Cabo San Lucas a trabajar. Ese lugar está totalmente invadido. No hay más que gente de la república, de Oaxaca y Sinaloa.



—Los Cabos es el vivo ejemplo de lo que no queremos —me comentó Robert Whiting, algo en lo que aparentemente norteamericanos y mexicanos en Todos Santos coincidían.

Ricardo Torres conocía Los Cabos; había trabajado ahí en la construcción y la pesca deportiva antes de regresar a Todos Santos, su hogar, a administrar la galería propiedad de un norteamericano localizada en la calle Juárez.

—Los norteamericanos que vienen a Todos Santos son diferentes —afirmó Ricardo—. Vienen por la cultura; están interesados en México. Los norteamericanos que viven aquí son cuidadosos; no quieren problemas. Sí, hay quienes se quejan de ellos porque se apoderan de todos los negocios, y eso me enfurece porque así es como me gano la vida. Pero creo que es bueno que recibamos más inversión; los restaurantes y las galerías proporcionan empleos. Lo que me preocupa es que si Todos Santos cambia, la gente del resto de la república vendrá, como sucedió en Cabo San Lucas.

—En Los Cabos hay mucha gente de fuera —dijo Juan Manuel Núñez, quien trabajaba en la joyería de junto—. Es gente muy ambiciosa. En Los Cabos, si alguien te habla es porque quiere propina. Te hacen un servicio y le ponen precio. Te acercan la silla para que te sientes y te dicen: "three dollars".

"La gente de aquí —insistió Ricardo— es de aquí.



Y sin embargo, como el primer asimiento de un primer tentáculo, ya comenzaban a llegar a Todos Santos trabajadores del interior. No venían a trabajar como meseros o mucamas, sino a recoger jitomates para Agrícola Bátiz, empresa sinaloense.

Dos años y medio antes, el ejido local le había vendido un enorme terreno al este del pueblo, por lo que un residente describió como "unos cuantos camiones y nada más". Los ejidatarios esperaban que el negocio de los jitomates proporcionara empleos y beneficiara a la localidad. Pero no fue así; Agrícola Bátiz trajo trabajadores de Oaxaca, uno de los estados más pobres de la república, y los acomodó en chozas cerca de los campos de jitomate.

Nunca habíamos visto la verdadera pobreza antes —me dijo una mujer—, por lo menos no aquí en Baja California.

Algunos de los oaxaqueños robaban fruta de los huertos. Agrícola Bátiz llegó a un acuerdo con el pueblo. A partir de entonces, los trabajadores se quedaron en sus dormitorios.

A veces —dijo otro residente de Todos Santos—, los oaxaqueños venían al pueblo el domingo para comprar comida en el Siempre Vive. Pero no los queríamos aquí.

Los trabajadores oaxaqueños no eran el único problema que la compañía agrícola de Sinaloa había llevado a Todos Santos. De algún modo, a pesar de que Todos Santos había sido declarada zona de uso de agua restringido, Agrícola Bátiz consiguió permisos en la Ciudad de México para explotar el acuífero local. En dos años, el flujo de agua disminuyó más de cincuenta por ciento. De acuerdo con las autoridades en Todos Santos, se requerían de 12 a 16 horas para irrigar campos que antes sólo tomaban ocho horas. Para muchos, el derrumbe del pueblo después de plantar caña de azúcar en exceso durante los años cuarenta estaba vívida y dolorosamente grabado en su memoria. Los que eran demasiado jóvenes para haberlo vivido, tenían a la vista las ruinas de los ingenios.

Después de que el comité ciudadano se enfrentó a Agrícola Bátiz, trajeron a un técnico de Israel para ayudarles a racionalizar el agua. Además, las copiosas lluvias durante la estación de aguas reabastecieron el acuífero.

Durante mi visita, Agrícola Bátiz estaba construyendo una oficina en la calle Juárez.



Y hubo otra llegada perturbadora, esta vez de Colombia.

Como lo informó primeramente el periódico Los Angeles Times, cerca de la medianoche del 4 de noviembre de 1995, unos pescadores locales vieron las luces de un gran jet avanzar tierra adentro desde el Pacífico y aterrizar en la cuenca de un lago seco justo al norte del pueblo. Al bajar, el tren delantero del jet sufrió una avería. Un convoy de vehículos de doble tracción se detuvo, y bajaron de un salto veinte hombres con uniforme de la policía federal que comenzaron a descargarlo. Ninguno de los pescadores se atrevió a poner sobre aviso a las autoridades hasta que vieron las llamas al amanecer. Cuando aparecieron el comandante de la policía estatal y sus agentes, detuvieron a los veinte hombres con uniforme de federales en pleno acto de destruir al avión: un Caravelle de pasajeros adaptado, del tamaño de un Boeing 727. La "policía federal" insistía en que la situación estaba bajo control. Y así, como lo indicó el procurador federal de Baja California Sur al New York Times, "el comandante de la policía estatal optó por retirarse".

Una investigación determinó que los hombres habían estado trabajando durante varias horas con grúas y tractores. Sacaron la caja negra del avión y los instrumentos de navegación; aserraron las alas e intentaron dinamitarlo. No lo lograron, así que le prendieron fuego. Después, pasaron una pala mecánica sobre los restos y los enterraron parcialmente con arena. No obstante, los investigadores recuperaron el número de serie de las turbinas y la pista los llevó hasta el cártel de Cali en Colombia. Su carga de cocaína, estimaron los oficiales norteamericanos, habría sido de unas 15 toneladas, cuyo valor en la calle era de por lo menos 200 millones de dólares.

Al principio, los oficiales mexicanos y norteamericanos supusieron que el cargamento pertenecía al cártel de Tijuana, la "familia" que controlaba el tráfico de droga a lo largo de los 240 kilómetros de frontera entre Baja California y Estados Unidos. Pero, en realidad, la cocaína de Todos Santos pertenecía al cártel de Juárez, cuya sede se ubicaba en Ciudad Juárez, en la frontera con Texas. En ese entonces, el cártel de Juárez estaba dirigido por Amado Carrillo, también conocido como "el señor de los cielos" por su uso descarado de aviones para transportar grandes cargamentos de cocaína desde Sudamérica. Una vez en suelo mexicano, la carga se enviaba al norte en paquetitos dentro de automóviles, avionetas y a veces camiones, ocultos entre toneladas de productos agrícolas.

El tráfico de droga es como un globo a medio inflar: le presionas por acá y se infla por allá. A principios de los años ochenta, la campaña de prohibición de la DEA cerró las rutas de acceso a Estados Unidos por el Caribe y la costa de Florida a los traficantes colombianos de cocaína. Por consiguiente, los colombianos simplemente se desplazaron al oeste y formaron alianzas con los narcos mexicanos, hasta entonces especialistas en marihuana y heroína. Los sudamericanos siguen cultivando y procesando las hojas de coca para convertirlas en cocaína, mientras que México, con sus 3,200 kilómetros de frontera con el mercado de droga más grande del mundo, se ha convertido en el principal punto de transbordo.

El negocio de la droga también es como el cáncer, pues sufre metástasis en cada nivel de gobierno. Por un lado, a los funcionarios les atrae el dinero y, por el otro, les intimida la violencia despiadada y, con frecuencia, atroz. Muchos han sido asesinados. Se cree que el magnicidio del candidato del PRI a la presidencia, Luis Donaldo Colosio, en Tijuana, ocurrido en 1994, fue ordenado por narcopolíticos, aliados de los narcotraficantes dentro del propio partido gobernante.

Poco después del escándalo de Todos Santos, la policía federal de Baja California Sur en pleno fue transferida a la Ciudad de México. El ejército colocó retenes en la autopista para buscar armas y droga. Por esas fechas, yo pasé varias veces por el que estaba cerca de Todos Santos. Los soldados eran muchachos morenos de los estados pobres del interior. Usaban botas de combate con agujetas blancas y apretaban firmemente su rifle contra el pecho. Por lo general sólo me hacían un saludo con la mano; de vez en cuando, abrían la guantera y a veces echaban un vistazo bajo el asiento. Pude haber contrabandeado un hipopótamo cubriéndolo con una frazada.


El jet colombiano podría explicar un curioso incidente mencionado en el libro e viajes Into a Desert Place, de Graham Mackintosh. Mientras acampaba en las montañas al este de Todos Santos, vio lo que le pareció un ovni: cuatro luces alineadas que parpadeaban entre los árboles en una noche "totalmente silenciosa y tranquila". Mackintosh se encontraba en Baja California a mediados de los años ochenta, precisamente cuando los narcotraficantes mexicanos empezaron a utilizar pistas de aterrizaje clandestinas para transbordar la cocaína colombiana.

Aunque, tal vez, Mackintosh sí vio un ovni. He sabido de avistamientos en las montañas de Sonora, justo al otro lado del mar de Cortés. También hubo una oleada de avistamientos, muchos de ellos videograbados, en el cerro cercano a mi casa en la Ciudad de México. Pero en estos casos, los objetos zigzagueaban a velocidades fantásticas, a diferencia de cualquier avión.

El cuadro de Derek Buckner con el platillo volador estaba en mi mente.



Pueblo chico, infierno grande

La Galería de Todos Santos tenía cuadros nuevos. Michael Cope había extendido su lienzo más reciente sobre el suelo: una serie de desnudos tamaño natural, arrodillados sobre machetes y hojas de plátano amarillas. De la pared colgaba una pintura de su hijo de tres años jugando con la pluma de un halcón en la playa. Junto al cuadro estaba Los visitantes de Derek.

—Derek regresará en un par de días —dijo Michael.



De tarde caminé por la calle Juárez, atravesando la carretera, hasta Esperanza, el nuevo barrio de casas de tabique. Caminos de terracería, parabólicas, perros callejeros: podría haber sido uno de los barrios de trabajadores más prósperos en Cabo San Lucas. Al pie de la colina junto a la playa, alguien quemaba basura.

Encajado entre la colina y la gasolinera —y, por increíble que parezca, sin vista al mar— encontré El Molino Trailer Park. Sus residentes habían construido palapas para dar sombra a sus trailers y a las franjas de concreto contiguas que servían como patios. Eran trailers grandes, muchos de ellos Winnebagos de lujo, con placas de Oregon, Alberta, Manitoba. En los patios sombreados había mesas con sillas y plantas en maceta: bugambilias, tulipanes. Varias tenían bares bien aprovisionados, los vasos cocteleros bien alineaditos. Junto a un trailer, un gato peludo de color gris dormía en una canasta acojinada. La alberca estaba construida alrededor de las ruinas de un ingenio: maquinaria oxidada y chimenea de ladrillo.

Cuando salía, una mujer me preguntó si sabía conectar un generador. Llevaba el pelo, totalmente canoso, muy corto, shorts blancos y sandalias blancas. Su piel tenía un peligroso color rosado.

—No lo entiendo —dijo en un fuerte acento canadiense, alargando las vocales mientras me mostraba el manual del fabricante.

Yo no tenía ni idea.



La luz era suave, casi cetrina, ya entrada la tarde. Seguí caminando rumbo al sur, hacia Punta Lobos. Un camino arenoso iba de la carretera a la playa. Pronto me encontré caminando por un campo de pasto alto y seco, salpicado de bolsas de plástico, latas de sopa y pañales. Una parvada de buitres estaban parados en los cardones aledaños; detrás de ellos se cernían, en un azul distante, las cumbres de la sierra de la Laguna.

La playa de Punta Lobos estaba vacía salvo por una planta procesadora de tortugas abandonada. Sobre su entrada se leía "México, arriba y adelante", el eslogan de Luis Echeverría, el presidente que construyó la Carretera Transpeninsular a principios de los años setenta. Los muros, algunos aún cubiertos de mosaico blanco fácil de lavar, estaban garabateados con graffiti.

La carne de tortuga, me habían dicho, es suave, blanca y esponjosa, casi como una salchicha de ternera. Tenía fama de ser una exquisitez local. La caza de tortuga ahora es ilegal; las tortugas carey y verde, procesadas aquí por miles, ahora son especies en peligro de extinción.

El paso estaba prohibido por un letrero: "Propiedad privada. Sra. Barbara Matthews".


—No es fácil vivir aquí —aseguró Robert Whiting cuando me reuní con él por segunda vez en la terraza del Todos Santos Inn—. Para ir a un supermercado decente, tengo que manejar una hora hasta La Paz. Y cuando el Café Santa Fe está cerrado…

Se aferró al borde de la mesa y contuvo el aliento.

Me preparé para la letanía de congojas usuales del expatriado, pero Robert no me estaba diciendo tanto sobre México como sobre la vida en un pueblo.

—Mi mamá vivía en un pueblo de Maine. Lo odiaba, ¡simplemente lo odiaba! Todo el mundo sabe lo que vas a cenar, si te repararon el techo y cuánto te cobraron. Pero los buenos vecinos también te cuidan.

Si bien el hotel de Robert sólo tenía dos habitaciones, representaba una inversión importante para Todos Santos. Había contratado hasta 16 personas para que le pusieran los pisos de baldosas.

—El pueblo me conoce, por supuesto, y la gente empezó a chismorrear. Dijeron que mi padre es dueño de un montón de hoteles en Florida —rió—. ¿De dónde habrán sacado eso?

Casi todo el mundo en Todos Santos tenía un apodo que, especialmente los niños del albergue, usaban a sus espaldas. Maestro Limpio, por ejemplo, era el patrullero jubilado de California que le vendió a Robert su propiedad. Incluso Robert a veces daba como domicilio, a quienes le hacían entregas, la casa del Maestro Limpio.
—Oye, le gana a Cara de Rata —me dijo posteriormente otro norteamericano.
Cara de Rata era el apodo de un jubilado en El Molino Trailer Park. Alguien más se apodaba El Pozo, porque todos preferían darle la vuelta.

Ya lo dice el dicho... pueblo chico, infierno grande.

Robert sabía su apodo. Era El Padrecito.


Subiendo por la calle donde se encuentra el Café Santa Fe llegué al Salón Recreativo Filis, el billar local. Sus cuatro puertas a lo largo de la calle Centenario estaban abiertas de par en par, y la luz fluorescente inundaba la acera y la calle de terracería. Alcancé a ver dos mesas de billar y unos cuantos futbolitos. Un hombre de barba encrespada y cachucha tocaba la guitarra recargado contra la pared del fondo. Cantaba con voz temblorosa, la bella, corazón, hasta no verte… No podía dilucidar las palabras por el golpeteo de los juegos. Me senté afuera, en la banqueta, y escuché. Uno de los hombres empezó a chiflar, desentonado.

Cuando pararon, un perro ladró.



Di vuelta a la esquina, junto a la librería El Tecolote y a The Message Center, y entré sin proponérmelo al restaurante en el patio. Robert estaba ahí, junto con Michael y Pat Cope y su hijo de tres años, y la pintora Gloria Marie V. y su novio, un escritor llamado Michael Mercer. Habían unido varias mesitas, y su rostro estaba iluminado por la titilante luz dorada de las velas. Casi habían terminado su pollo con mole y sobre las mesas aún estaban unas copas de vino vacías. Robert me acercó una silla y me senté con ellos un rato. Parecían contentos. Sobre nosotros brillaba el cielo cuajado de estrellas.


De cómo conocí a Don Quijote

Entonces estaba el Salón Recreativo Filis y más adelante el restaurante del patio y otros similares. Aquí, el salario diario de muchos mexicanos era cincuenta pesos, unos diez dólares, mientras que la Galería de Todos Santos pedía dos mil dólares por Los visitantes de Derek Buckner. A primera vista parecía haber un apartheid incipiente en Todos Santos: los norteamericanos en su "zona aburguesada" y su parque de trailers; los mexicanos, cada vez más marginados. No obstante, había intersecciones, expresiones de buena voluntad: Nanette y Paula, por ejemplo, dirigían el capítulo local del Club Rotario junto con la propietaria de la tienda de abarrotes Siempre Vive. Muchos hombres de negocios norteamericanos, entre ellos un corredor de bienes raíces y un restaurantero, estaban casados con mexicanas. Y Michael, Nanette, Paula y Robert me animaron a hablar con el profesor Néstor Agúndez, director de la Casa de la Cultura de Todos Santos.

La casa de la cultura, muy común en los pueblos y ciudades de México, es una institución patrocinada por el gobierno. Pero ésta ya no era una simple casa de la cultura, me explicó el profesor Agúndez cuando me reuní con él en su oficina. Ahora, después de trasladarse al antiguo colegio magisterial en la calle Juárez, era el Centro Cultural Siglo XXI. En su vestíbulo había murales importantes de los años treinta: grupos de trabajadores en overol, tractores y carretillas, niños y atletas, todos al estilo Rivera. En un mural se veía un estandarte con el martillo y la hoz; en otro, un camafeo del héroe revolucionario Emiliano Zapata y el eslogan "La tierra es de quien la trabaja". Dentro, en torno a un patio central y una cancha de basketball, una biblioteca, un pequeño museo de artesanía e historia regional de México, una galería de arte, y un auditorio con sillas apilables y un piano de media cola.

El profesor Agúndez había fundado la casa de la cultura en 1978, cuando era director del albergue de estudiantes, el cual también fundó. Se jubiló como maestro de escuela en 1993. Desde entonces, trabajaba sin percibir salario.

—Lo hago con mucho amor —dijo.

A veces ponía de su dinero para hacer reparaciones y llevar a cabo proyectos especiales.

—Creo en el ahorro. Trabajé cincuenta años para educar a los niños y ahorrar mis centavos. Pero trabajar no es lo mismo que servir. Servir es amar.

De rostro gris macilento y pelo peinado hacia atrás, los ojos parecían pequeños tras los anteojos y le faltaban algunos dientes inferiores, lo que le hacía cecear. No obstante, su dicción era formal y su porte, distinguido.

—Mi principal preocupación —dijo el profesor Agúndez— es llevar cultura a los niños y jóvenes de la región, tanto de las generaciones actuales como de las futuras.

Recibía poca ayuda aparte de unas cuantas donaciones: el piano, de un norteamericano que murió; algunos cuadros de Ezio Colombo y de Michael Cope; puntas de flecha y fotografías antiguas para el museo. Durante casi veinte años, su pequeña casa de la cultura había salido adelante en un edificio atiborrado a unas cuantas cuadras de distancia. Varios años antes, se le había otorgado el colegio magisterial abandonado en la calle Juárez, pero necesitaba tantas reparaciones —el techo se había venido abajo— y los recursos eran tan escasos, que el nuevo Centro Cultural Siglo XXI había abierto apenas hacía tres semanas. El profesor Agúndez tampoco tenía suficiente personal; sobre todo, necesitaba alguien que hablara inglés, porque él no sabía.

—El debido y justo apoyo —dijo con severidad—, el gobierno no lo proporciona.

Era imposible no ver el retrato de Don Quijote que colgaba de la pared detrás de su maltrecho escritorio de metal. Justo debajo había una fotografía a color enmarcada de Luis Donaldo Colosio y su esposa Diana Laura; una toma espontánea: el rostro de Diana Laura brillaba con el sol, y ambos se sonreían como si compartieran una broma privada.

—Sí, yo soy un Quijote —dijo el profesor Agúndez cuando vio que observaba los retratos. Sobre su archivero había una estatuilla de otro Quijote, fatigado, repantigado sobre su caballo.

—Una vez soñé que le escribía a su presidente Clinton. Le pedía que me pusiera en contacto con varias personas bien intencionadas. ¿Y sabe qué? Me enviaba cinco camiones llenos de muebles, televisores, todo tipo de cosas útiles. También me daba un cheque. ¿Y sabe qué más? En mi sueño, el presidente Clinton hablaba perfecto español.

Tal vez el profesor Agúndez arremetió contra molinos de viento, pero aquí, después de todo, estaba su Centro Cultural Siglo XXI. Al ver el grueso libro de visitantes en el vestíbulo, junto a los murales, me percaté de que muchas personas lo habían visitado.

—Muy visitado —asintió— por personas de todo el mundo.

Salió de su oficina y trajo el libro de visitantes.

—Mire —me ordenó, mientras giraba el libro hacia mí—, ¡japoneses! —su dedo corría por la página—, ¡españoles!

Volteaba las páginas lentamente, examinando cada registro, entresacando lo exótico de las largas listas de un sinfín de firmas mexicanas y americanas.

—¡Cubanos! —dijo con alegría.

Y luego, como una página después: —¡De Nueva Zelanda!, ¿qué le parece?

Súbitamente alzó la vista como si hubiera recordado algo.

—¿Sabe quién ha estado aquí? ¡Donna Summer!

Volvió a su libro de visitantes: —¡Ah!, Holanda.

Me contaron que el profesor Agúndez escribe poesía, y se lo pregunté. Respiró hondo y se irguió. Había sucedido algo muy emocionante. Había encontrado un directorio con el nombre y domicilio de poetas en España, Centroamérica y Sudamérica.

—Empecé a escribirles. Muchos me contestaron y me mandaron libros. De Brasil recibí un certificado donde me nombran Protector y Promotor de la Poesía Popular, un certificado muy elegante en portugués.

Pero luego, con la crisis económica, no podía darse el lujo de comprar estampillas.
—Perdí el contacto —dijo, y sus ojos parecían desvanecerse detrás de sus anteojos.

La crisis económica, el asesinato de Colosio, todo estaba unido en una maraña en mi mente. Cuando asesinaron a Colosio, fue como el principio de una pesadilla. Antes del año, su esposa Diana Laura —la linda rubia en la fotografía de la pared— murió de cáncer, con lo cual sus dos hijos quedaron huérfanos. Después se dio la devaluación y la crisis y los escándalos en torno al expresidente Salinas; golpe tras golpe, como una bola de billar escaleras abajo.

¿Por qué tenía la fotografía de Colosio en la pared?

Los ojos del profesor brillaron y su barbilla se proyectó hacia fuera.

—Para hablar de ellos, debo estar en posición de firmes.

Echó hacia atrás su silla, se puso de pie y saludó. Baqueta firme. Y volvió a sentarse detrás de su escritorio.

—Luis Donaldo Colosio iba a ser presidente de México. Iba a ser nuestro presidente, el presidente de los pobres, el presidente de la esperanza.
El profesor Agúndez suspiró profundamente.

—Tenía tanta esperanza, tanta confianza. Conocí a sus padres.

Los padres de Colosio vivían en Sonora. ¿Cómo los había conocido?

—La historia comienza así. Cuando Luis Donaldo fue nombrado candidato presidencial, ¿qué fue lo primero que hizo? Fue a presentar sus respetos a la tumba de Adolfo López Mateos. Yo admiraba a López Mateos porque era un pacifista, pero también porque vino a La Paz. Todos Santos envió una compañía teatral a La Paz, para mostrarle los bailes de los cañeros. López Mateos reformó el sistema escolar y construyó la pista de aterrizaje. Vino a Todos Santos a la inauguración. López Mateos…

Su voz se apagó por un momento mientras saboreaba el recuerdo.

—Así que cuando Colosio fue a visitar la tumba de López Mateos, me sentí muy conmovido. Vi la dirección de Colosio en una revista: Corregidora 26, Ciudad de México. Le escribí y le dije por qué admiraba tanto a López Mateos: porque era un pacifista, porque ayudaba a las escuelas y porque era el único presidente que había visitado mi pueblo. Le dije: "Usted debe ser el segundo".

Pero entonces, el 23 de marzo de 1994, tres meses después de haber iniciado la campaña, Colosio fue asesinado. El profesor Agúndez lo supo cuando llegó a su casa y encendió el televisor. Yo había visto las mismas imágenes televisadas en la Ciudad de México: el cuerpo de Colosio en una camilla, su cabeza un río de sangre; un doctor en bata blanca explicando por qué no pudieron salvarlo; el presunto asesino, Mario Aburto, con mirada salvaje y ensangrentado por la feroz golpiza que le había propinado la turbamulta. Colosio se abría paso entre una multitud en un barrio bajo de Tijuana cuando recibió un disparo en el abdomen y en la nuca a corta distancia.

Político de carrera experimentado, Luis Donaldo Colosio era guapo como estrella de cine; tenía sólo 43 años. Sin duda habría ganado. Los candidatos de los dos principales partidos de oposición eran relativamente débiles, y su partido, el PRI, había ganado todas las elecciones presidenciales desde 1929. México no era como Centro o Sudamérica: ningún candidato presidencial había sido asesinado desde el general Álvaro Obregón en 1928. Con la noticia de Colosio muerto, el tránsito se detuvo en todo México; la gente salía de teatros y restaurantes, las cámaras de televisión hacían tomas panorámicas de los tumultos que se agolpaban frente a la residencia oficial de Los Pinos en señal de duelo.

—No había nadie en mi casa. Corrí a la calle, pero no había nadie.
El profesor Agúndez volvió a entrar en la casa, donde la televisión aún estaba encendida: el cuerpo en la camilla, las multitudes en vela, las palabras monótonas que no decían nada. Caminó de acá para allá; bebió varios vasos de agua fría tratando de controlarse.

—¡Ay! Tenía tanta esperanza por México… Lloré, lloré con todo el corazón.

Dos días después llegó una carta. Colosio había aceptado su invitación de visitar Todos Santos.

No lloré cuando Colosio murió. Pero ahora, mientras imaginaba al viejo maestro de escuela abriendo su carta, comencé a llorar.

—Le escribí a sus padres en Sonora. Ellos me enviaron esta fotografía de Luis Donaldo y Diana Laura.

Se reclinó en su silla y miró la fotografía.

—Después —prosiguió—, los padres de Colosio vinieron a Todos Santos para asistir a una misa en su honor.

Me soné la nariz.

El profesor Agúndez golpeó el escritorio con la mano.

—¡Perdimos una gran esperanza! Y no sabemos por qué. ¿Quién lo mató? ¿Por qué?



Nos engañaron. Todos los mexicanos que conozco pensaban lo mismo del gobierno. Lo mismo sentían muchos norteamericanos: banqueros inversionistas, hombres de negocios, economistas, políticos que habían puesto su reputación en juego para aprobar el Tratado de Libre Comercio y quienes habían posado con un radiante presidente Salinas, ese "importante reformador de la economía".

Colosio fue asesinado por un pistolero solitario, dijeron los investigadores. Después, dieron a conocer un complicado y muy coreografiado complot en el que participaban sus guardaespaldas de Tijuana. Luego se retractaron: no, a final de cuentas sólo se trataba de un pistolero solitario. Por alguna razón, el magnicida de las fotografías tomadas en la escena del crimen en Tijuana no se parecía al hombre bajo custodia en la Ciudad de México. "¡Aburto no es Aburto!", proclamaban los encabezados.

Después, más asesinatos, detenciones, maletas llenas de dinero, cuerpos sembrados, detectives baleados, desvío de fondos sindicales para los zapatistas, el suicidio de un funcionario investigador con dos balazos a través del corazón ("Sí", confirmó impasible un médico del gobierno, "es posible dispararse en el corazón dos veces."). En resumen, un nudo gordiano con tantas vueltas como una novela barata que ya no tenía sentido.

Tal vez nunca lo tendría. "Decimos mentiras", escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad, "por el mero placer…" Especialmente en las fiestas. Comienzan como una anécdota sin importancia; florecen al contarlas y volverlas a contar, con brotes que rayan en lo fantástico: un cocodrilo que se introdujo en la habitación de un hotel en Cancún; un curandero psíquico que telefoneaba desde Brasil; un funcionario de aduanas norteamericano que derramaba primero una, después dos y, en la tercera contada, toda una caja de botellas de champaña sobre los pies de alguien. El punto no es la verdad sino el estilo. En otro contexto, el instinto de conservación. México no es una cultura literal: sí puede significar no; no puede significar tal vez. Se aprende a escuchar entre palabras, a mirar a los ojos, a sopesar motivos; uno se aventura tímidamente a hacer preguntas, como Alicia ante el gato.

Incluso los rebeldes zapatistas en Chiapas se ocultan tras pasamontañas negros y mentiras. El subcomandante Marcos no se llama Marcos sino Rafael Guillén. No es un subcomandante sino el líder de un levantamiento que no está dirigido por indígenas mayas, sino por radicales capitalinos que no son socialdemócratas sino marxistas-leninistas de línea dura.

¿Lo son?

"La gente de Chiapas lo acusa de ser indio", escribió el subcomandante Marcos sobre sí mismo en una carta dirigida a los periódicos de la Ciudad de México. "Culpable. Los indios traidores lo acusan de ser mestizo. Culpable. Los machistas lo acusan de ser feminista. Culpable. Las feministas lo acusan de ser machista. Culpable. Los comunistas lo acusan de ser anarquista. Culpable. Los anarquistas lo acusan de ser ortodoxo. Culpable…"

"¡Curioso, curioso,!", dijo Alicia.

Desde años atrás, yo ya había empezado a sospechar que México era un lugar donde nada era lo que parecía. Enseñaba economía cuando empecé a escribir cuentos —la necesidad fue súbita y abrumadora— porque, de alguna manera, sentía que mediante la ficción podía captar mi intuición de la realidad de una manera que no me era posible con un análisis "objetivo" y razonado a partir de "hechos". Era una especie de intususcepción: envuelta en la ironía, buscaba la verdad a través de la ficción; el conocimiento mudo, a través de las palabras. Pronto dejé de trabajar como economista; me había convertido en escritora: una narradora de historias; un cambio no tan drástico. Los economistas utilizan los hechos y la lógica, pero también la metáfora para contar historias. El sol es una naranja, escribe el novelista; el mercado del crédito interbancario está representado por la oferta y la demanda, afirma el economista. Como señala Donald McCloskey: "Hasta ahora nadie ha visto una curva de la demanda flotando en el cielo sobre Manhattan".

"Había una vez una economía…"

Siempre estuve convencida de que las historias que contaba eran mías: las buscaba o, como sucedía con mi ficción, las inventaba. Pero ahora, mientras seguía al profesor Agúndez por las salas polvorientas y los pasillos de su museo, dejando atrás puntas de flecha y cráneos de indios, fotografías amarillentas de ingenios azucareros y burros con patas larguiruchas cargados de panochas, comprendí que las historias que relataría de este prodigioso trecho de tierra serían muy distintas de todo lo que yo pudiera haber imaginado.

Apuntalado por una cámara Brownie y una plancha oxidada, observé el daguerrotipo de un joven sacerdote de rostro pálido y ojos tan profundamente ensombrecidos que parecían delineados con kohl. Aunque miraba hacia arriba, su expresión no tenía nada de inocente o espiritual. En una tarjeta entremetida en la esquina inferior del marco, el profesor Agúndez escribió: Padre Gabriel González, destacado defensor de las causas buenas que beneficiaron al pueblo.


Cual viento malhadado

"Audaz, astuto e inteligente", escribió el subteniente norteamericano Henry Halleck sobre el padre Gabriel González, nacido en España y director de la última misión dominica en Baja California. Y, agregó, "carente por igual de principios y de honor".

El padre González procreó once hijos. Vivía con su familia al sur de Todos Santos en su rancho, el más próspero de la costa de la península que da al Pacífico. Producía azúcar, tabaco, ron y maíz, y tenía grandes manadas de reses, caballos y mulas. Su rancho se encontraba dentro del terreno de la misión, aunque los indios —razón de ser del sistema misional— casi habían desaparecido. Tras la independencia de España en 1821, el congreso mexicano votó en favor de secularizar las misiones en California. Como resultado, se confiscaron los activos y tierras de las misiones franciscanas en la Alta California, mas no así los de las misiones dominicas en Baja California.

Cuando se pronunció el decreto de secularización, el padre González organizó una revolución contra el gobernador. Su sucesor intentó hacer cumplir la secularización, pero el padre González hizo que la guarnición lo arrestara en La Paz. El gobernador escapó y envió tropas a Todos Santos, pero el padre González huyó a la Ciudad de México, donde en pocos meses se granjeó la confianza nada más y nada menos que del presidente Santa Anna, y las tierras misionales fueron devueltas.

Para 1843, el padre González se había instituido como caudillo de Baja California. Era, como lo indica el historiador Enrique Krauze en el título de su libro, el siglo de los caudillos, y de 1833 a 1855 nadie era tan fuerte o tan peculiar como Antonio López de Santa Anna. Presidente de México en once ocasiones, primero como liberal y luego como conservador, siempre hábil, siempre despiadado, Santa Anna vació las arcas del país y perdió —o vendió— grandes porciones del territorio nacional, a pesar de que él mismo se hizo de tierras de cientos o miles de hectáreas. ¿Por qué se dignaría el presidente Santa Anna recibir a un cura de una provincia tan alejada y remota? ¿Qué lo incitó a dar marcha a tras al decreto de securalización en el caso de Baja California? Tal vez un capricho.

Tuvo muchos. En 1842, el año en que recibió al padre González, Santa Anna ordenó un funeral de estado para su pierna, la cual perdió debido a un cañonazo durante la guerra de los pasteles en 1838. La pierna fue enterrada en su hacienda, Manga de Clavo, para ser desenterrada y trasladada a la Ciudad de México, donde el ejército y la guardia presidencial —1,200 "Lanceros del Poder Supremo"— la llevaron en procesión solemne por las calles a un mausoleo erigido especialmente para ese propósito. A la ceremonia asistieron los miembros del Congreso, el cuerpo diplomático y el gabinete en pleno. "El nombre de Santa Anna", declaró uno de los muchos oradores, "durará hasta el día en que el sol se apague y las estrellas y los planetas vuelvan al caos".

Cinco años más tarde, México aún era regido por Santa Anna cuando en el verano de 1847, 115 voluntarios de Nueva York izaron las estrellas y las barras en un astabandera en La Paz. Durante el año anterior, las ciudades del norte de México habían caído frente a las fuerzas americanas como piezas de dominó: Chihuahua, Monterrey y luego San Luis Potosí. En marzo, el ejército de ocupación de diez mil elementos del general Winfield Scott bombardeó Veracruz con morteros, y ahora se dirigía a la Ciudad de México, donde se enfrentaría a la feroz aunque inadecuada resistencia de multitudes que le tiraban piedras y gritaban "¡Mueran los yanquis!"

Sin embargo, en esta península remota y olvidada, muchas personas —entre ellas el gobernador y los sacerdotes dominicos residentes en La Paz— manifestaban abiertamente su entusiasmo por el decreto norteamericano.

"Nunca ha habido gente más amable y hospitalaria", informó el teniente voluntario neoyorquino E. Gould Buffum en sus memorias. "Sus casas con techo de paja siempre están abiertas a los visitantes, y a cualquiera que quiera entrar le ofrecen un vaso de vino y un puro enrollado en papel."

Se permitía a los oficiales rentar cuartos en el pueblo; Buffum encontró uno en la casa de un comerciante portugués donde vivió los siguientes meses "al estilo de la abundancia occidental", durmiendo en una hamaca cubierta con "un pabellón de seda", atiborrándose de bisteces de tortuga, mejillones y almejas, "higos maduros y frescos", racimos de uvas y pitahayas, "la fruta más deliciosa que he comido". Junto con los otros oficiales norteamericanos, Buffum hacía "pequeñas excursiones a la amplia y plácida bahía" y tomaba clases de español con "una hermosa criatura". "Nuestros deberes militares eran tan triviales que nunca interfirieron con este agradable modo de vivir, particularmente debido a que nuestro comandante no era muy estricto con su cumplimiento, y la diana rara vez perturbaba mi dormitar matutino."

A la mitad de este idilio, el padre González llegó de Todos Santos. Como presidente de las misiones, conservaba una casa en La Paz, a la que invitaba a los oficiales norteamericanos, entre ellos el teniente Buffum:

Poco después de entrar, cuando ya había sacado una botella de buen vino, discretamente sacó de un bolsillo de la sotana una baraja de monte y nos preguntó si nos parecía echarnos una partidita. Por cortesía, le dijimos que estábamos de acuerdo, y el padre comenzó a repartir y nosotros a apostar.

Ya cuando nos estábamos divirtiendo, más o menos media hora después, durante la cual el padre nos había ganado unos cuantos dólares, la campana de la iglesia sonó. El padre bajó sus cartas y dijo con perfecta indiferencia: "Dispensadme, señores, tengo que bautizar a un niño." Nos invitó a pasar a la iglesia con él y, cuando llegamos, encontramos a una mujer con un niño que esperaba ansiosa en la entrada. Sin embargo, cuando el padre estaba listo para comenzar las operaciones, se descubrió que no había nadie presente que fungiera como compadre. Gabriel me invitó a desempeñar este papel. Le dije que no era católico. "No le hace", fue su respuesta, así que yo me paré junto a la pila bautismal mientras el padre rociaba al muchacho y musitaba algo en latín, tras lo cual, dirigiéndose a mis compañeros y a mí, nos dijo: "Ahora, señores, vamos a jugar otra vez." Y así, regresamos a la casa y reiniciamos el juego.

Durante todo ese tiempo, el padre González le pasaba información a las fuerzas mexicanas que habían llegado a la península por el norte. Al mes siguiente, un contingente de infantes de marina montados tomó posesión de las instalaciones de su misión en Todos Santos. Pronto apareció el propio sacerdote, tan amigable como siempre, de acuerdo con el informe del teniente Henry Halleck:

…Y nos aseguró que verdaderamente lamentaba el desorden que había ocurrido, y que utilizaría toda su influencia para ponerle un alto… Toda la gente respetable del país opinaba lo mismo que él respecto a este asunto, consciente de que era mucho mejor esperar tranquilamente las negociaciones de Estados Unidos y México respecto a su destino, ya que algunos estaban en favor de seguir siendo una colonia de México, mientras que otros preferían ser anexados a Estados Unidos, aunque todos estaban totalmente convencidos de que nada de lo que hicieran influiría un ápice en el resultado de esas negociaciones, e iniciar ahora una revolución en el país sólo llevaría a la ruina y al desastre.

No obstante, el padre González ya había avisado de la llegada de los yanquis a la Guerrilla Guadalupana. Al día siguiente, desafiando las órdenes de Halleck, vendió ron a varios de los infantes de marina. Cuando estuvieron listos para partir, media docena de ellos estaban tan borrachos que apenas podían sostenerse sobre su caballo. Uno de los hijos del padre González les había robado la piedra de sus pistolas. "Al principio lo negó rotundamente", informó Halleck con incredulidad, "pero las piedras fueron halladas en su bolsillo".

Una semana después, los mexicanos atacaron La Paz y, la semana siguiente, San José del Cabo. Sufrieron muchas bajas, entre ellas el teniente José Antonio Mijares, quién recibió un tiro en San José del Cabo. Hicieron un segundo intento por tomar La Paz pero, debido a la escasez de municiones, la Guerrilla Guadalupana se vio obligada a retirarse a la sierra. Poco después llegaron voluntarios adicionales de Nueva York para acabar con el último vestigio de resistencia en la región de Los Cabos. El padre González fue hecho prisionero en la última, breve batalla de Todos Santos. (Norteamericanos: un hombre y un caballo con heridas leves; mexicanos: ocho heridos, diez muertos.) El teniente Halleck posteriormente entregó al padre González —quien se había puesto, en palabras del comandante del buque, "una borrachera regia"— a las autoridades americanas en Mazatlán.



Tal vez el padre González no fue sincero cuando le dijo a Halleck que "nada de lo que hicieran tendría la más mínima influencia en el resultado de las negociaciones". Pero tenía razón. Lo que ninguno de los dos sabía era que el Tratado de Guadalupe Hidalgo ya se había firmado, aunque aún faltaba ratificarlo. En el tratado, Santa Anna confirmaba el derecho de Estados Unidos a Texas (anexada en 1845) y cedía los extensos territorios de Nuevo México y la Alta California —actualmente los estados de California, Nevada, Utah, Colorado, Wyoming y partes de Arizona y Nuevo México. A cambio, el ejército norteamericano se retiraría del territorio ocupado —en esencia, todo México— y el gobierno de Estados Unidos se encargaría de las reclamaciones y haría pagos en efectivo equivalentes a 18 millones de dólares aproximadamente.

¿Qué sucedió con Baja California? Menos de dos meses antes de que se firmara el tratado, el presidente Polk había prometido al Congreso que las Californias —Alta y Baja— "nunca serían entregadas". Eso mismo había dicho a los comandantes del ejército y la armada de Estados Unidos. Cuando izaron su bandera en San José del Cabo, Cabo San Lucas, La Paz y Todos Santos, nunca esperaron tener que bajarla.

Sus opositores del partido Whig lo llamaban Polk el Embustero. Lo que le dijo al Congreso no fue lo que le confió a su diario: que Baja California era sólo una consideración marginal. La guerra era impopular y costosa, y Polk estaba ansioso por concluir un tratado. El principal negociador de Estados Unidos recibió instrucciones secretas de "no interrumpir las negociaciones si sólo pueden adquirirse Nuevo México y la Alta California".

Alguien —se sospechaba de un escribiente Whig del Departamento de Estado— dejó trascender las instrucciones al Boston Post y al New York Herald. Tal vez estos periódicos fueron leídos por los mexicanos, pero esto es lo que se sabe: el Secretario de Estado de Polk envió una segunda serie de instrucciones secretas al negociador en la Ciudad de México mediante un correo y, una vez más, indicaba que Baja California no era absolutamente indispensable para un tratado. Cuando llegó a Veracruz, el correo enfermó y murió; unos agentes mexicanos revisaron su equipaje, encontraron el documento y se lo entregaron a Santa Anna.

En la primavera de 1848, los oficiales norteamericanos en Baja California recibieron órdenes de retirarse. Estaban estupefactos. En el diario de su ciudad natal, un soldado describió las noticias del tratado "como un viento infortunado; las esperanzas de los bajacalifornianos de tener un gobierno libre y liberal se habían esfumado; lo que les habían prometido era un engaño…". El joven teniente Buffum criticó acerbamente: "Nunca antes en la historia de las guerras entre naciones civilizadas hubo tan grande injusticia, y el gobierno de Estados Unidos merece por ello las imprecaciones de todos aquellos en quienes aún cabe un sentido de justicia."

Siempre esperanzados, los bajacalifornianos que formaban parte de una asamblea encabezada por el gobernador y por el padre dominico en La Paz determinaron que se separarían de la República Mexicana y solicitarían anexarse a Estados Unidos. Si eso fallara, solicitarían anexarse al Imperio Británico. Sin embargo, después de una reunión con los comandantes de la armada de Estados Unidos en los alrededores, accedieron a ser trasladados a la Alta California y algunos aceptaron una compensación en efectivo.

Poco después, en octubre de 1848, los voluntarios neoyorquinos y 350 refugiados bajacalifornianos se hicieron a la mar rumbo a la Alta California. Ahí, con una nueva vida en un nuevo territorio, tendrían un golpe de suerte: se había descubierto oro en Sutter's Mill.



Con respecto al padre González, regresó a Todos Santos. Las misiones, al fin, fueron secularizadas. Conservó su rancho, pues lo había puesto a nombre de su familia. Murió aparentemente de sífilis, en 1868, dos décadas después de que los buques de guerra norteamericanos levaran anclas.


El artista que se marchó

No podía dejar de pensar en el cuadro de Derek Buckner. Era ridículo —los hombres con falda y fez, los perros, el platillo volador sobre la mesa— y, al mismo tiempo, extrañamente hermoso: la luz, la manera como se proyectaba en rostros y telas, y los gestos de las figuras, de sorpresa o, tal vez, simplemente posando.

Fui a la Galería de Todos Santos para verlo por última vez.

Michael me dijo que Derek se reuniría conmigo en el Caffé Todos Santos, a la vuelta de la esquina.

Y ahí estaba: un norteamericano de 25 años, en shorts y camiseta. Le hacía falta una afeitada, pero su rostro revelaba bondad y, sus ojos azul pálido, inteligencia.

Ocupé la misma silla en la que me senté la noche que llegué a Todos Santos, la que tenía pintada una luna y estrellas. Pedí un sorbete de mango y un panqué de chocolate.

Dijo ser originario de Nueva York, aunque había llegado a Todos Santos desde Chicago, pues estudiaba en el Art Institute.

—No me agradaba el estilo de vida —respondió cuando le pregunté por qué se había ido—. Estás rodeado de personas que hacen su carrera en torno a las artes, pero no son artistas. Ello implica darse a conocer, aguantar mucha presión, hacerse de contactos y conocer a la persona adecuada.

La escuela de artes era un campo minado de criticas y egos, y después de terminar la carrera, la presión aumentaba aún más.

—En Chicago, pintaba y pintaba. Sentía que tenía que marcar un reloj checador; que tenía que trabajar y seguir trabajando.

Derek vino a Todos Santos con su padre, el pintor Walker Buckner. Lo primero que Derek notó fue el ritmo más relajado.

—En Chicago, si quieres ver a alguien, tienes que hacer una cita. En Todos Santos, podía pasarme cuatro horas pintando, después venir al café y ver gente aquí. Era espontáneo, se sentía más real. Hay todo tipo de gente. Podía tener vecinos, podía tener animales. Acostarme temprano, levantarme temprano, ir a surfear, pintar. Y luego, hablar con alguien sobre, por decir algo, su casa. Pensaba en Corot, en artistas que se habían salido del medio y se marcharon. Entonces me di cuenta: no tengo que estar en un frío estudio en Chicago.

Los otros artistas no eran la atracción.

—Existe esta idea de que Todos Santos es una comunidad de artistas, pero es extremadamente delgada. Charles Stewart estuvo alimentando esa imagen. Después llegaron Michael, mi padre y unas cuantas personas más. Hay un sentido de colonia, de gringos. Todos comparten la misma experiencia migratoria; te los encuentras en los restaurantes. Pero ser artista es un estilo de vida solitario. No es romántico; significa pasar largas horas en el estudio. Uno crea este otro mundo de luz y color, y después te vas a cenar.

Me intrigaba la idea del artista que se había marchado. Muchos de mis escritores favoritos eran expatriados: Paul Bowles, Ruth Prawer Jhabvala, V.S. Naipaul. En el caso de los pintores, está el ejemplo clásico de Gauguin, común y corriente en Francia, un genio de Tahití.

—Mi paleta de colores es muy diferente con la luz —explicó Derek—. En Chicago, mis colores eran apagados, más oscuros. Aquí hay todo este color; una pared blanca tiene sombras moradas y amarillas.

Pero sus influencias siguieron siendo prácticamente las mismas: Caravaggio, Sorolla.

—Me gusta pintar figuras, gente. Me gusta tener a una persona ahí, haciendo cosas. Y me encantan las grandes telas que cuelgan, las cosas que fluyen, la luz que juega sobre ellas. Tengo también la influencia de Goya. Pintó mucha gente bailando, guerras, gesticulaciones muy dramáticas.

—Como tu cuadro Los visitantes —sugerí.

—Me encanta tener esa mesota cuadrada al centro —dijo—. Todo ese movimiento a su alrededor. Los objetos tienden a agrandarse, a obtener más masa. Se siente como si las cosas se salieran, como si la gente engordara.

—¿Por qué los hombres llevan fez?

—El tipo al que le renté la casa tenía un fez. Hice un autorretrato con el fez. Me agrada la afectación de algunos cuadros decimonónicos. No me parece que la vestimenta de mi época y cultura sea muy interesante. Me divierte escaparme a un lugar atemporal.

—¿Y el perro?

—Tengo un pequeño Jack Russell terrier. Me gusta pintar perros. Los perros vinculan el piso con el suelo.

—¿Y el platillo volador sobre la mesa?

—Normalmente hay un cuenco. Le di la vuelta; parecía una cosa convexa, así que lo convertí en un platillo volador. Me divertí mucho con eso —dijo riendo.

—En Chicago —agregó— puede paralizarte el qué dirán. Aquí, sólo pinto un perro, una mujer saltando con una pandereta. Ya sabes, ¡divertirme! Sin pensar que lo que hago es lo más precioso.

Y ésa era la ironía: Derek había creado algo precioso.


En torno a una mesa

Michael Cope y Gloria Marie V. compartían su estudio: una esquina en el jardín del Todos Santos Inn de Robert Whiting, protegida por una pared de petate. Michael ya se había marchado y no regresaría, pero Gloria estaba ahí, montada en un banco frente a un lienzo recién desenrollado. Se veía más menuda de lo que era, con sus lentes tipo Buddy Holly demasiado grandes. El sol se había ocultado y los grillos cantaban con un fuerte chirriar eléctrico. Una palomilla golpeó levemente el foco sin lámpara sobre su cabeza.

Nanette Hayles acababa de terminar un collage, una escena de barcos de pesca en Punta Lobos.

—Oh —dijo Gloria—, está padrísimo.

—Verdaderamente bueno —puntualizó el novio de Gloria, el escritor Michael Mercer.

El pequeño estudio estaba lleno de gente; Nanette alzó la pintura para que yo también pudiera verla.



Después, en el Café Santa Fe, Robert, Gloria, Michael Mercer y yo compartimos una fuente de sashimi de marlín y focaccia con romero.

Gloria había empezado a pintar en serio hacía sólo cuatro años. Anteriormente era maquillista y diseñadora de escenarios en Los Ángeles. Le gustaba pintar mujeres mexicanas, dijo, "pero no como las imágenes que vemos en los medios norteamericanos; ya sabes, gordas, con un bebé en brazos, moliendo maíz". Había visto uno de sus cuadros en la galería de Michael Cope: un enorme cielo azul, cordeles con colorido papel picado, dos colegialas riendo.

Michael Mercer estaba escribiendo una novela; también pensaba abrir una imprenta.

—Es la teoría del foco —afirmó—. Uno lo construye y ellos vienen.

Todos estuvieron de acuerdo: había una comunidad de artistas en Todos Santos, pero era reciente y muy pequeña.

—Extremadamente delgada —dijo Robert, con las mismas palabras que Derek había utilizado.

Percibí cierta preocupación en las muchas personas que entrevisté en Todos Santos de que una "comunidad de artistas" suscitara una invasión de turistas. Casi todos los norteamericanos con quienes hablé aquí mencionaron los artículos de Travel and Leisure y los artículos del Los Angeles Times. Habían tenido el mismo efecto en el pueblo que una piedra arrojada a una tacita de té.

—Pero el arte debe compartirse —dijo Robert—. Tal vez las colonias de artistas sean temporales por naturaleza. Ya hay gente aquí que dice que Todos Santos se ha vuelto burgués y yuppie.

—Hubo algo de oposición a la galería —mencionó Gloria.

Robert asintió.

—La gente se preguntaba a quién le íbamos a cobrar tanto por una pintura. Enfrenté muchas reacciones hostiles por fijar el precio de una habitación en 85 dólares la noche.

—Pero les demostramos que estaban equivocados —puntualizó Gloria—. Los cuadros se venden y la gente sí se hospeda con Robert.

—Hay mucho dinero en Los Cabos —agregó Robert.

Pedimos un tiramisú. Nanette nos saludó desde el otro lado del restaurante; venía a tomar una copa con Paula.

El tiramisú estaba deliciosamente esponjoso, cubierto de crema batida bañada con licor. Por un momento nadie habló. Nuestras cucharas golpeteaban contra el fondo de la copa.


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