C. M. MAYO
El último príncipe del Imperio Mexicano

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Prólogo por C.M. Mayo

al libro

EL LIBERTADOR SIN PATRIA

por Luis Reed Torres

Publicaciones Doble EE, 2017
ISBN 978-607-97750-50-1
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En esta magnífica y asombrosa investigación y compilación de discursos y otros textos del siglo XIX, tomados de los rincones más recónditos de diversos repositorios documentales, Luis Reed Torres nos entrega material muy rico para reconsiderar la pregunta, ¿qué significa ser mexicano?

Esta es una interrogación de dificil comprensión, debido a que no hay respuesta digna para un personaje que la historia oficial tiende a menospreciar; me refiero al autor del Plan de Iguala, el Libertador, y Emperador de México, don Agustín de Iturbide.

Antes que nada quisiera hacer una confesión y una explicación. No soy mexicana, sino estadunidense casada con un mexicano. Tras residir en México por más años que en mi propio país, he lideado con esta pregunta, tanto directa como indirectamente, en todas mis obras. La más relevante a este respecto es El último príncipe del Imperio mexicano, una novela basada en la historia real (y resultado de muchos años de mi propia espeleología en los archivos) del nieto de Agustín de Iturbide en la corte del segundo emperador de México, Maximiliano de Habsburgo.

Como todo niño mexicano en edad escolar aprende, Agustín de Iturbide perdió su vida ante un pelotón de fusilamiento en 1824, así como Maximiliano perdió la suya en 1867. Y ambos tienen más en común. Según las versiones populares y oficiales de la historia mexicana, los dos eran ambiciosos, arrogantes, ávaros y, lo más mordaz, anacrónicos. ¡Se sentaron en tronos! ¡Se envolvieron, cual tamales, en capas de armiño! Itubide lucía patillas extravagantes, mientras que la barba rojiza de Maximiliano era tan exuberante que parecía que podría tener pies y escabullirse por si sola. Los dos reinados fugaces los separan unas cuatro décadas de guerras civiles, invasiones y la perdida de enormes territorios; no obstante, si Iturbide liberó a México del yugo del viejo mundo y Maximiliano lo regresó (no en su retórica sino en su persona y el apoyo del ejército imperial francés, entre otras fuerzas europeas), en la consciencia popular de hoy estos dos personajes parecen menos trágicos que grotescos, dos chicharros de una vaina de lo ridículo.

Sin embargo, si queremos ver a estos hombres con claridad, tenemos que tomar en cuenta su contexto. En gran parte del siglo XIX, el monarquismo, si no la única opción en el menú, era la dominante. Durante la vida de Iturbide, los Estados Unidos, con su jovén república, todavía se consideraba un experimento radical, y el tumulto y terror de la Revolución Francesa eran memoria aún viva. Además, las dos monarquías mexicanas eran católicas, por lo que gozaban de la bendición del Papa—quizá para nuestra nueva generación debo recordar que la iglesia de Roma en aquel entonces era una institución mucho más formidable que hoy en día—. Y si los impulsores de monarquías mexicanas habían disminuido al llegar los 1860s, eran apasionados y poderosos, cuando menos lo suficiente para lograr que Maximiliano, el mencionado archiduque, segundo en linea al trono del Imperio austro-húngaro y descendiente de los Reyes Habsburgo de España, se transportara por mar para sentarse en "el trono de cactus". Es más, en sus bailes y otros espactáculos podía llenar el Palacio Imperial—y muchos palacios muncipales—con la crema y nata de la sociedad mexicana.

¿Qué significa ser mexicano? De los múltiples niveles de respuestas a esta pregunta, las dos más esenciales se establecieron en el siglo XIX. La primera fue de Iturbide; la segunda se forjó con la derrota de Maximiliano.

Este primer nivel de respuesta fue un golpe de genio—"la llave maestra," según Luis Reed Torres—de Agustín de Iturbide en el Plan de Iguala de 1821. Llegó en un momento desesperado cuando Nueva España había sido desgarrada por años por no solamente rebelión feroz contra España sino por guerras ruinosas entre grupos étnicos y clases sociales. Entonces un coronel realista, Iturbide recibió la orden de perseguir y vencer al caudillo insurgente, Vicente Guerrero. Para hacer breve la larga historia, después de unas semanas, Iturbide se reunió finalmente con Guerrero y propusó que juntos lucharan por la independencia. Con el Plan de Iguala, escribe Reed Torres:
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"de ahora en adelante, todos los grupos sociales compuestos por peninsulares blancos, criollos, mestizos, indios, negros, etcétera, serán simple y llanamente mexicanos; Iturbide se torna así en el amalgador de nuestra nacionalidad."
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Iturbide, un criollo de ascendencia navarra y vizcaína, le dió un nuevo nombre a la Nueva España: México, tomado del nombre "Mexica", es decir los Aztecas, no el único pero sí el grupo dominante de indígenas en tiempos de la Conquista.

En este momento Iturbide no dio el paso de colocarse la corona en su propia cabeza, sino que procuró conseguir un príncipe europeo católico—para precavaer las consecuencias funestas de la ambición, según señaló el propio don Agustín—, quién vendría a la Ciudad de México para reinar como monarca constitucional de la nueva nación. Para lectores modernos seguramente esto suene anacrónico, pero en el siglo XIX era un paso que mucha gente consideraba apropiado y juicioso. Sin embargo, ninguna casa real europea osó ceder a un príncipe y la presión aumentó para que el Libertador asumiera el trono, según desprende claramente el estudio de Reed.

La popularidad que Iturbide gozaba en ese momento era tan enorme que hubiera sido díficil para la gente de aquel entonces imaginar que su reino como Emperador de México se derrumbaría de manera catastrófica y en solamente diez meses. (Permanece como punto de debate hasta que grado esto ocurrió debido a los yerros de Iturbide o a los vientos y las mareas, en especial los fiscales, que hubieran frustrado a cualquier gobierno, o a las conjuras que indudablemente socovaban al Imperio.)

A pesar de la caída de Iturbide, a través del siglo XIX su papel histórico siempre fue recordado y honrado, y no solamente por los conservadores, sino por lo más selecto de la intelectualidad avanzada. Afirma Reed Torres, "Ninguno, repito, ninguno de estos escritores, políticos y militares, todos liberales a ultranza negó jamás a Iturbide el honroso título de Libertador de México". Y los textos reunidos en esta antología que usted tiene en sus manos, lector amigo, son pruebas sólidas.

¿Porque en México de hoy Agustín de Iturbide es tan menospreciado y hasta ignorado? Como detalla Reed Torres en la parte final de su libro, el segundo martirio de Iturbide se realizó en la Cámara de Diputados en 1921. Sostengo que un elemento entre los múltiples que nos explicaran porque las emociones llegaron a tal punto en estos diputados que insistieron en una distorción intencional en la historia de su país puede encontrarse en el segundo nivel esencial de una respuesta a la pregunta, ¿qué significa ser mexicano?

Este segundo elemento llegó con la derrota del Segundo Imperio, en un momento encapsulado en mi novela, y de hecho, en la carta del 25 de octubre de 1866 que Maximiliano dirgió a doña Alicia Green de Iturbide, la madre del nieto del Libertador. Cito:
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"Cumpliendo... con las repetidas instancias de ud. y de su esposo y de las demás personas de su familia, dejo toda la responsabilidad de haber violado el indicado contrato, celebrado para el exclusivo beneficio de su hijo y de su familia, a uds. que lo han roto."
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Reconozco que mi afirmación puede sonar extraño. Paso a explicar.

El contrato indicado, en el cual Maximiliano reconoció a los descendientes de Agustin de Iturbide como altezas, les concedió pensiones y asumió la responsabilidad de la educación de los dos nietos. El menor, de entonces dos años y medio de edad, era Agustín, hijo de Angel, y permaneció en la Ciudad de México; Salvador, hijo adolescente del entonces ya fallecido Salvador, permaneció en Francia. El contrato se celebró en el Alcázar de Chapultepec el 15 de septiembre de 1865.

A través de estos hechos y de muchos otros gestos públicos, Maximiliano honró la memoria del Libertador. Y la familia del Libertador colaboró de manera muy cercana con Maximiliano. Yo creo que algunos de los Iturbides, sobre todo Angel, padre del pequeño Agustín de Iturbide y Green, se obligó por miedo. La signataria más entusiasta fue la tercera hija del Libertador, Josefa de Iturbide. Soltera y ya de mediana edad, ella sería, junto con Maximiliano, la tutora de su sobrinito y ahijado, Agustín de Iturbide y Green.

Maximiliano tenía fuertes motivos para cooptar a los Iturbide. La presencia en México y de hecho la mera existencia de cualquier descendiente de aquel héroe nacional y monarca anterior representaba una formidable escudo de cualquier oposición nacionalista conservadora a su gobierno que deseara coaligarse. Más aún, mientras que el hijo mayor del Libertador no tenía hijos legítimos, el segundo hijo, Angel, y su esposa estadunidoese, tenían un niño atractivo nacido en la Ciudad de México en 1863, el año anterior de la llegada de Maximiliano. El otro elemento de peso era que, después de varios años de matrimonio, Maximiliano y su consorte Carlota no habían sido capaces de procrear un hijo.

Merece subrayar que, en una monarquía, la falta de un heredero representa un riesgo grave para el Estado. Carlota no firmó el contrato con la familia de Iturbide. No obstante, como señala su correspondencia con Maximiliano, promovió el arreglo y personalmente lo negoció. Era bien sabido que en diferentes latitudes y periodos emperatrices incapaces de engendrar un heredero habían sido removidas de alguna manera.

Hay evidencia de otros intentos de Maximiliano de conseguir a un heredero (entre ellos propusó importar uno de sus sobrinos Habsburgo). En todo caso, para fines prácticos, por el contrato de septiembre de 1865, un presunto heredero al trono mexicano ya estaba en lugar: Agustín de Iturbide y Green, nieto del Libertador.

Esta saga fue una colaboración llena de malos entendimientos. Avergonzó tanto a Maximiliano como a Carlota; dividió a la familia Iturbide, amargamente; y la madre norteamericana, exiliada a fuerza a París, provocó un ecándalo internacional plasmado en un reporte del 9 de enero de 1866 en la primera plana del New York Times sobre "el secuestro de un niño estadunidense" por "el asi llamado Emperador de México".

Lo que desató mi interés por esos sucesos fue que tal persona existió—el último príncipe del Imperio mexicano, Agustín de Iturbide y Green—y que yo, siendo residente en México y ávida lectora de su historía ya por varios años, no había oído más que un susurro sobre él. Y por supuesto, como norteamericana casada con un mexicano, tenía mucha curiosidad de saber más acerca de mi paisana, Alicia Green de Iturbide.

No obstante, me tomó muchos años para descubrir—ni hablar de acomodar las piezas del rompecabezas—los entretelones de esta historia. El Segundo Imperio es un episodio laberínticamente transnacional, y al llegar a los Iturbides las fuentes que los mencionan rápidamente caen en vaguedades y, con frecuencia, en errores serios. Con la excepción de una sola página en Maximiliano y Carlota, una temprana obra maestra por Egon Caesar Conte Corti basada en un estudio cuidadoso del archivo de Maximiliano en Viena, ni una de las historias y memorias del Segundo Imperio parece haber comprendido por completo los motivos de Maximiliano para llevar al nieto de Iturbide a su corte, ni todos las puntos de su contrato con los Iturbide. No hay una publicación que mencione la segunda edición—sí, había una segunda edición, de 1866—del Reglamento para el servicio y ceremonial de la corte con su nuevo primer capítulo especificando, con una precisión rebuscada, el muy especial estatus de los príncipes Iturbide.*
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.*Para mayor detalle sobre las fuentes, a la conclusión de la novela, El úlitmo príncipe del Imperio mexicano (Grijalbo, 2010) véase el ensayo "La historia de la historia". Este ensayo es también disponsible en http://www.cmmayo.com.com/esp-ultimo-p-historia.html
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Muchos lectores han comentado sobre la curiosidad de toda una novela hilada de "una nota a pie de la historia". Pero considerar al nieto de Agustín de Iturbide en la corte de Maximiliano como "una nota a pie" es un mal entendimiento profundo. Una monarquía afirma la encarnación mística de su pueblo en la persona de un soberano hereditario. En otras palabras, en una monarquía, el heredero, aunque sea un niñito en pañales, es la garantía del futuro del régimen, y más: es el símbolo de su pueblo futuro, sus súbditos.
¿Serían mexicanos súbditos, creaturas nacidas para obedecer, o ciudadanos de una república, quienes participarían en la creación y el manejo de su propio gobierno?

Esta fue la pregunta que los liberales, en su triunfo sobre Maximiliano y el monarquismo, ganaron el poder de contestar.

Regresando a la carta de Maximiliano del 25 de octubre de 1866 a doña Alicia Green de Iturbide, el Emperador, de su puño y letra, transformó una alteza y presunto heredero nuevamente a un niño normal. Maximiliano nunca abdicó, pero en esta carta tomó el paso más cercano, pues así reconoció, aunque con pique y mala fe, que la monarquía mexicana no tenía futuro.

Los mexicanos no serían súbditos.

Los ciudadanos pueden participar en la vida pública de una infinidad de maneras, pero una de las más vitales es a través de cuestionar y correjir su propia historia. Esto es lo que Luis Reed Torres ha logrado con este rescate de un coro de voces mexicanos—voces públicas y liberales del siglo XIX—que nos habla de su reconocimiento y respeto para el Libertador Agustín de Iturbide.